Manuel de Lorenzo: "El alcohol es cojonudo, mucho peor es la literatura"
El autor presenta 'Todo lo demás era silencio', su primera novela: la historia de Julián y Lucía. También un relato sobre el azar. El amor. La muerte. Los engranajes del mundo.
18 junio, 2019 04:03Todo aquí tiene algo de mágico, de espirituoso. La mañana, los cigarros: el pasar del café al vermú. Nos habíamos citado con Manuel de Lorenzo (Ourense, 1981) en el número de una calle de Madrid que, al final, resultó que no existe, como el andén 9 y 3/4 de Harry Potter. Viene a la entrevista con un poco de resaca: anoche estuvo en el karaoke de los Mostenses, pero no llegó a cantar, como una tímida estrella del rock.
Conversamos sobre Todo lo demás era silencio (Suma), su primera novela, donde relata la historia de Lucía y Julián, una de esas parejas tradicionalmente felices -y razonablemente enamoradas- que de repente ven truncadas sus vidas por una noticia fatal. Esto va sobre los afectos. Sobre el tiempo lento que se cuece en los hospitales. Sobre el azar. El pánico. Sobre la vida con alguien y la vida después de alguien. Es un retrato delicado del ser humano por dentro. De sus fragilidades y sus matices: sin héroes absolutos, sin villanos tremendos. "Creemos ser inmortales", dice el autor, "pero hay que fumar, y que beber vermú, y que charlar con un amigo o una amiga, porque para eso estamos aquí; un minuto después ya no se sabe".
He leído que la novela nació en un hospital.
Sí. Yo estaba ingresado en agosto de 2016… estuve diez o doce días en el hospital.
¿Qué te pasaba?
Meningitis. Pero tampoco era muy claro. Querían descartar otras cosas. Me hicieron varias pruebas… y a esas alturas del verano ya tenía bastante claro que quería escribir sobre los temas de los que hablo en el libro: la pérdida, el miedo, el azar.
El amor.
Sí. Y un poco de la esperanza, ¿eh? Que en el libro hay luces y sombras. Tenía claro cómo quería construir la historia pero me faltaba todo el escenario. Me faltaba el fondo, el paisaje de la novela. Recuerdo que un viernes me dijo el médico “te voy a hacer las últimas pruebas hoy pero los resultados no salen hasta el lunes, si el lunes no hemos encontrado lo que estamos buscando, es que estás bien y te vas”. Y claro, te quedas todo el fin de semana mirando al techo, que es lo único que puedes hacer en un hospital, y te pones a pensar: “¿Y si encuentran algo?”. Es una tontería, pero claro, podría pasar: esto de estar aquí pensando que te vas pero de repente te quedas para siempre. Y dije: ya está, éste es el arranque del libro. El escenario es el hospital. Por mis circunstancias familiares he pasado mucho tiempo en el hospital con mi padre y con mi madre, entonces…
¿Entiendes los hospitales como un lugar de curación o como un lugar de pérdida?
Para mí un hospital es un mundo paralelo. Es otra dimensión. Cuando no te toca ir, cuando estás un tiempo largo sin ir (ni como paciente ni acompañando a un enfermo) no existen. No piensas que existen los hospitales. No están en la ciudad. Pasas por calles cercanas y ni te acuerdas de que ahí había un hospital. No te paras a pensar todo lo que está pasando ahí dentro, porque es una realidad extrañísima. Es un lugar donde hay enfermedad, dolor, y también algunas alegrías, pero todo es muy extremo. Curiosamente, cuando sí te toca ir, se te olvida el mundo de fuera.
Sólo existe la enfermera, el paciente de la habitación de al lado, tú, etc. Esa relación tengo yo con los hospitales: como dar un salto a otra dimensión. Por otro lado, como dijo Ángeles Caballero en la presentación del libro, hay algo bonito en los hospitales y es que son sitios democráticos. Igualan a todo el mundo. Da igual que el tío de la habitación de al lado sea un paria y el otro de clase altísima. Ahí todo el mundo es gente con el camisón del hospital…
Y gente vulnerable.
Sí. Claro: yo creo que ese es uno de los temas del libro. La vulnerabilidad a la que te ves expuesto en un hospital. Es curioso: en la novela la que está enferma es Lucía, es ella quien se encuentra en una situación límite, y sin embargo, la fuerte es ella y no Julián, su pareja. A veces nos pasa eso: cuando tenemos a un ser querido enfermo nos sentimos nosotros más vulnerables que la persona que está enferma. Y eso en los hospitales se nota muchísimo. Julián también es un tipo que vive en la adversidad, un tipo que prefiere pensar continuamente que se va a caer porque así cuando se caiga no le va a doler, o cree que no le va a doler.
¿Eres hipocondríaco?
Un poco. Mucho.
¿Qué relación tienes con tu propia muerte, piensas en ella?
Constantemente. Es una de mis obsesiones. Todos tenemos obsesiones: pensamientos extraños a los que vuelves cuando no puedes dormir. A mí me obsesiona la muerte, no tanto la mía como la de un ser querido. La mía, al final, me da igual, total, no estaré aquí. Pero sí pienso en la de mis seres queridos. En cómo será mi vida después. En cómo seguiré yo adelante. En el libro pasa eso: hay una pareja que se encuentra con una situación límite y su pregunta es: ¿ahora qué hacemos? ¿Cómo salimos de aquí? Es cuando empiezas a verle el borde a tu mundo. Se acaba. No hay más. Por eso deciden regresar a Galicia. Viajan hacia atrás. Es el único camino que tienen: ya no pueden seguir adelante.
Es curioso que con el humor que tú tienes hayas elegido temas tan dolorosos.
Sí. No sé, igual esto es un poco ñoño, pero creo que la historia te elige a ti. En este caso yo sabía que quería escribir sobre emociones. Sobre la condición humana. Eso puede ser por el lado más luminoso de la vida o por el lado más triste, y ha salido así. Yo no he utilizado un estilo más mío, más propio de las columnas (más sarcástico, más gallego, con más retranca), porque quizá el tema no lo permitía. En esta novela no pega por ejemplo que Julián sea chistoso. El tema no me dejaba. ¿Y por qué ese tema, entonces, no? Pues porque el tema me eligió a mí.
¿Sientes entonces que hay temas sobre los que no se puede hacer humor?
No, no. Se debe hacer humor sobre todo lo que a uno le dé la real gana. No puede existir el límite material en el humor, y los límites subjetivos, son subjetivos. Lo que para ti puede ser inquebrantable, igual para mí no lo es. Uno debe poder reírse de todo, si no, ¿qué puta mierda es esta? Otra cosa es el contexto, claro. Uno tiene que saber manejar el tacto. Y si haces el chiste y a la otra persona le parece que te estás pasando, lo arregláis hablando o a hostias. Esa es una fase posterior, pero en ese momento tienes el derecho a hacer el chiste que te dé la gana. ¿Que eres un gilipollas y quieres hacer un chiste sobre los muertos en la curva de Angrois en Galicia en una reunión de familiares de las víctimas? Joder, pues eres un capullo, pero eso no quiere decir que no tengas todo el derecho del mundo a hacer el chiste que te dé la gana. ¿Cómo va a haber límites en el humor? Me parece la hostia.
No sólo límites: boicots. Gente despedida de sus trabajos, asociaciones de gitanos amenazando a Rober Bodegas… No es que haya enfado, es que hay represalias. Venganzas contra el humor.
Claro. Bueno, partamos de la base de que el contexto no es adecuado: tú estás expuesto a las represalias. Tú haces el chiste. ¿Que a otro le parece mal? Tiene derecho también. No te puede parecer mal que al otro le parezca mal. Igual que no hay límites en el humor, no hay límites en el sentirse ofendido. Dicho esto: joder, el principio de proporcionalidad últimamente lo tenemos un poco descompensado. Estamos continuamente ofendidos por todos, es la hostia. Todo nos ofende. Pensamos que hay un lugar… donde no permitimos que acceda nadie, y si alguien accede ahí (o nos castiga con un chiste)… nos sentimos legitimados para responder con toda nuestra fuerza. Despides a tus trabajadores, pones a la sociedad en contra de un tío…
En el caso de Rober… joder, que es un chiste. ¿Que el chiste es una puta mierda? Pues probablemente lo sea, pero es un chiste. Si ponemos límites al humor, ¿quién decide dónde están esos límites? ¿Con los gays sí y los gitanos no? ¿O con ningún colectivo? Si cerramos el círculo hasta no ofender a nadie, esto se va a parecer mucho a una sociedad en blanco y negro, y no creo que nadie quiera eso. Siempre va a haber alguien que se ofenda más que tú. Oye, o abrimos el bar, o lo cerramos. Pero no se puede lo de “hasta aquí sí, hasta aquí no”.
¿Qué hay del azar? Recordamos aquella escena de Match Point, de Woody Allen, cuando la pelota golpea con el borde de la red y puede caer hacia un lado o hacia el otro. ¿No crees que exista ningún tipo de destino?
Bueno, no estoy seguro de estar de acuerdo con la opinión del azar que se da en la novela. Fernando opina una cosa sobre el azar, Lucía otra (aunque luego acaba convencida)… Creo que estoy de acuerdo con Fernando. No es una cuestión de destino. ¿El destino, en el sentido de que está todo escrito? ¿Hagamos lo que hagamos las cosas van a suceder de una manera, irremediablemente? ¿Si yo sé que voy a tener un accidente aquí y cojo el camino contrario, otra cosa similar va a pasar…? No, no lo creo. En mi mundo no hay lógica en eso. Una concepción más azarosa del mundo me parece que tiene más sentido.
También es más terrorífica.
¿En el sentido de que puede pasar de todo?
De todo lo malo.
Ya, pero hay que entender el azar como una disposición de las piezas que se van engranando para que las cosas sucedan de una determinada manera. Si las cosas suceden en el presente, donde estamos tú y yo, de una forma y no de otra es porque el azar se ha ido colocando de manera que sea así. Si no estaría ocurriendo otra cosa que no está ocurriendo, porque todas las piezas previas tienen que encajar: ese señor habría tenido que salir cinco minutos antes de casa, a aquel se le habría caído el café, otros dos se habrían encontrado en aquella esquina… uno empuja al otro, se cae y le pasa por encima una moto.
Eso hace que nada tenga sentido, ¿no? Que nada tenga una razón de fondo.
Ya, pero es que esa visión del mundo la superamos en el siglo XIX, el pensar que las cosas ocurren por algo. Esa idea tan…
Limitada.
Es eso, es un poco un corsé. Prefiero pensar que el libre albedrío es más potente que el destino. De todas formas, creo que en el azar tú puedes influir de forma absoluta. A veces tomas una decisión muy pequeña y no sabes que tiene una determinada consecuencia. Te vienes a vivir a esta calle y eliges este portal porque te gusta más que el otro y en concreto, a este piso, lo eliges porque sí, porque había dos iguales, y de repente te enamoras de tu vecino de puerta: por decir algo.
¿Y cómo influye el azar en el amor? Esa sensación de que todo es posible pero también es imposible hace que sea muy difícil que nos encontremos, ¿no?
O no. En el libro, fíjate, hay una escena. Están hablando Fernando y Lucía y le cuenta de una chica que compró en el súpermercado un paquete de pilas. Pero estaba defectuoso y eso hizo que no se despertase por la mañana y se van concatenando una serie de circunstancias que derivan en que una persona no se encuentre con otra. Si hubiese cogido el paquete de pilas de al lado… ¿qué habría pasado? El azar puede impedir que nos conozcamos o propiciar que nos conozcamos. Quizá el amor es una fuerza más del universo. ¿Cuántas cosas hemos hecho por amor, cuántas veces hemos desviado nuestra trayectoria en el camino por amor?
Cuéntame la cosa más patética que hayas hecho por amor.
Ostras, he hecho muchas cosas patéticas por amor. No me viene a la cabeza una… claro, es que sólo me veo a mí mismo haciendo cosas patética en el amor. ¡Ya sé una! Bueno, yo era muy jovencito, pero vale igual, ¿no? Una vez… tendría yo 16 años… tuve un fechazo con una chica y estaba perdidamente enamorado de ella. Ella ni me conocía a mí. Yo era el típico adolescente bobalicón, muy idealista, muy romántico. Y la chica estaba fumando. Se le acabó el tabaco y dejó el paquete, y se fue. Y yo lo cogí y me lo quedé, rollo niña de película Disney. Todo estereotipos. Yo cogí ese paquete y me lo quedé pensando “es de ella”, pero con la intención de impresionarla. Dos semanas después me acerqué a ella… Paula, se llamaba, y llevaba el paquete de tabaco como diciendo: “¿Ves? Lo conservo. Por amor”. Y ella me miró como diciendo: “¿Pero quién es este subnormal?” (risas). Era un paquete de Marlboro. Lo estoy viendo. Lo guardé en casa, en un cajón… y cuando fui a devolvérselo le dije eso: “Bueno, este paquete es tuyo, lo dejaste ahí y yo lo cogí, para que veas...”.
“Para que veas que te quiero”.
(Risas). Sí, imagínate. Y la chica, que también tendría 16 años pero era mucho más madura que yo, debió encenderse otro cigarro y pasar de mí. Su reacción fue: “¿Y este quién es?”. Estaba con su pandilla de amigas en el parque de San Lázaro de Ourense.
Fuiste valiente.
O temerario.
¿Por qué no te vienes a vivir a Madrid? ¿Qué tiene Galicia y por qué nace tanto talento allí?
Pues no me vengo a vivir a Madrid porque ya viví en Madrid y no me gustó. Me parece muy peligroso, conociéndome, vivir en Madrid. En el sentido de que me engulliría, me arrastraría. Y yo que soy muy arrastrable… (risas). Acabaría arrastrado demasiados días y demasiadas noches. Prefiero que Madrid sea un comodín, que esté ahí. Vengo cuando me apetece. Y cuando necesito calma y estabilidad, no vengo.
O sea, que Galicia ejerce de centro de contención.
Sí. Es la vida tranquila. Y cuando me apetece que la vida sea un poco más intranquila, me vengo por aquí. Eso está bien, porque es una forma de autocontrol un poco engañosa (el autocontrol debería ser absoluto y ponértelo tú), pero sirve. Pasa otra cosa: yo soy incapaz de vivir lejos del mar. Me pasa lo contrario que le pasa a la gente de las islas, cuando se agobian por estar rodeados de mar y “no poder salir de allí”. Me pasa lo mismo, pero al revés. En Madrid me sentiría demasiado rodeado de tierra y demasiado lejos del mar. Y hay una razón práctica también: la calidad de vida en cuanto a lo económico, en Galicia es muy superior.
Un piso que allí cueste 350-400 pavos el alquiler, aquí son 1.200. Tendría que facturar tres o cuatro veces más. Prefiero currar tres días a la semana, que es lo que hago, y el resto del tiempo vivir. Soy muy egoísta con el tiempo. No le doy mucho valor al dinero ni a las cosas materiales, pero sí al tiempo. Soy tacaño con el tiempo. No me gusta ceder parte de mi tiempo. Es mío o de los míos. No quiero perder veinte minutos en un taxi. Quiero leer y escribir. Escuchar música, ir a comer con amigos. Aquí no podría. Es una ciudad demasiado frenética, siempre hay asuntos que te reclaman. No me apetece eso en mi vida.
¿Te dan un poco de pereza los círculos literarios de Madrid?
¡Ah! ¿Pero hay eso? (ironiza).
Ya te digo.
Ya, ya. Lo sé. Me da mucha pereza, en general, el clasismo. Creo que todos estos círculos (sean de la disciplina que sean, y se dan mucho en las profesiones liberales) subyace el esnobismo. Si es un círculo es porque tú decides quién entra y quién no, y eso supone establecer una jerarquía. Distribuir a la gente según categorías. Etiquetas. No me gusta nada eso. No me gustan los círculos: son clasistas y en el fondo creo que conllevan un componente de inseguridad muy grande. Yo no quiero pertenecer a ningún círculo.
Ocurre también en la prensa cultural. Santiago Lorenzo, Los asquerosos. Me voy a arrepentir de decir esto, pero bueno. Publica una novela que es excelente, está de puta madre. Cuando lleva 20.000 libros vendidos (que está genial), aparece en todas las secciones de cultura, se le idolatra, se le encumbra, se habla de que es el libro que más se comenta… ¿por qué pasa eso? Porque es Blackie Books, y porque es Santiago Lorenzo, porque es un tío que vive en Segovia en un pueblo perdido… todo parece que está hecho para ser un personaje que mole a las secciones de cultura. Sin embargo, con un autor comercial (porque la literatura comercial también existe, pero eso no quiere decir que sea literatura) no pasa lo mismo. Da igual que seas Elísabet Benavent y hayas vendido un millón novecientos mil libros: no la he visto todavía en una sola sección de cultura. Por poner un ejemplo. Dices: “Hostia, ¿pero por qué?”. Igual que Náufrago no es peor película porque sea cine comercial. Eso es también clasismo. No, no me gustan nada los círculos.
También es cierto que ha habido grandes popes sentados durante mucho tiempo en sus prestigiosos y viejos sillones literarios, sin hacer gran esfuerzo. Parece que sólo se ha hablado de ellos. Las secciones de cultura han sido suyas. De seis o siete tíos.
Sí, y en algunos periódicos controladas por seis o siete tíos, desde hace años. Eso no va a dejar de pasar nunca.
¿Para qué sirve el alcohol?
Uf. A mí me sirvió para ganarme la vida un tiempo (tuve una bodega). Creo que es una droga cojonuda, salvo que caigas en sus profundidades, claro. Es accesible, legal, está socialmente aceptado (lo cual me parece muy bien)… y joder, creo que es un buen lubricante social. Dicen lo contrario, ¿no? “Es increíble que para divertirse haya que beber”… sí, claro. Sí, hostias. ¿Alguien puede negar que si te tomas unas copas te lo pasas mejor? Yo tengo amigos abstemios y no se lo pasan igual de bien que los que sí bebemos: esto es así. El alcohol sirve para pasárselo bien. El alcohol es cojonudo, mucho peor es la literatura.