Antonio Escohotado es, aún, Ibiza: pero no esa meca del multimillonario y esa discoteca Amnesia que un día fundó y ya no reconoce, sino aquella Ibiza de 1970 a la que migró y de la que apenas se movió hasta 1984, “cuando una alianza de maleantes y policías sugirió poner tierra de por medio”. Ahora el filósofo reúne en Mi Ibiza privada (Espasa) memorias de aquel tiempo, a pesar de su reticencia al género autobiográfico, porque fantasea con arañar “alguna realidad”. Fantasea con que este libro se parezca más a un retrato robot que a un paisaje sentimental. Pero lo cierto es que estuvo cerca, allí, de abrazar su ideal de libertad, un logro que muchos se mueren sin conocer.
Aún guarda en la mente aquella Parroquia de San José, aquellos viejos algarrobos, aquel valle de Morna, aquella Hermandad del Amor Eterno que distribuía hachís y LSD, aquellos desnudos porque sí, aquel grupo de amigos que no tenía ni idea de lo que era un traje de baño. Ibiza era más que Ibiza, era un símbolo: una manera de romper con la España oscura, franquista, intelectualmente estéril, reprimida y carente de imaginación. Esa España que sólo concebía una manera de vivir, una manera de amar. Una España tan preocupada en controlar lo que estaban haciendo los otros que se olvidaba de disfrutar ella misma.
Comunismo y sexo libre
Era otra época, está claro, para el amigo del comercio: allí “estaba en marcha no sólo el imparable ‘haz el amor’, sino la práctica de vivir ruralmente sin luz eléctrica ni agua corriente”. “Fue algo que hoy parece tan absurdo como suicida, pero entonces permitió crear soluciones elegantes y satisfactorias para ambas carencias”, escribe Escohotado. Reconoce que eran todos comunistas. En la práctica y en la teoría, en las relaciones y en los métodos de consumo.
¿Quién iba a dormir solo entonces; cuando los chavales jugaban a entender el placer sin ataduras? “La mera posibilidad de sostener y ampliar el improvisado conjunto seducía a todos, y durante uno o dos lustros, todo lo ensayado sobre comuna se incumplió sin dejar de ser una experiencia comunal, cuya novedad absoluta fue carecer de carácter sectario, y cualquier asomo de líder infalible”, explica.
“En previos ensayos colectivistas y anarquistas, la causa del amor libre coexistió o bien con dictaduras o bien con adeptos pasmosamente ingenuos, dispuestos a descubrir el Mediterráneo con acracias de catecismo o pistola, como la de Durruti, y la singularidad sociológica del drogas, sexo y rock and roll sería no sólo rechazar cualquier dogma, sino actitudes misionales”. Recuerda que establecieron un “filtro invisible” que les salvó de los fanáticos y los feos -allí se confiaba en “la belleza última, que es la que brota del ánimo”-. Recuerda que lo mejor fue que nunca se tomaron demasiado en serio a sí mismos y que pudieron escapar de la “abyección de una secta”.
Ojo a este traje: “Quienes optaron por una aventura de libertad tan apacible como incondicional, asegurada por la modestia económica, se hicieron guapos en función del vive y deja vivir, frontera permanente entre sanos y neuróticos”. Fueron esos años los que le cercaron a Escohotado los grandes conceptos. El amor, el sexo, la represión, la actitud, la belleza, la concepción del propio cuerpo.
La 'Amnesia' y la cárcel
Los primeros capítulos del libro recogen unas crónicas publicadas en la revista Cáñamo, "un medio exótico por orientación y lectores, que tras acoger algunos artículos dedicados al delirio prohibicionista sugirió gentil y razonadamente tocar lo que tuvo de antigua, y directa, mi experiencia ibicenca", relata. Dedica espacio a contar cómo gestó Amnesia, al principio pensada como "El taller del olvido". Era una forma de reivindicar un centro de operaciones donde dejar atrás los problemas de la vida anodina y previsible, de la vida estática y responsable. Fue poco más que un tentáculo más de su "bohemia elegida", una broma entre colegas que surgió en una casa payesa.
Lo desmenuza él mismo: "La muerte de mi santa madre en 1975 me deparó un dinero que no quise despilfarrar el todo (...) Bastó sugerir una variante rural de La Tierra, donde hacer también música en vivo, para contar con socios tan entusiastas y decisivos como Manuel Sáenz de Heredia, un amigo desde los pupitres de primaria, mudado algo antes a la isla, gracias al cual no solo se solucionaron los disuasorios permisos, sino el nombre del garito, pues yo avanzaba algo como Taller del Olvido y él dio con el luminoso Amnesia".
El sueño de los dos colegas era "una barra y un buen equipo de música en mitad del campo". Ninguno tenía dudas de que un rincón así "tendría público de sobra para mantenerse sin pérdidas -por supuesto, mucho mejor ganando algo-, aunque con entrada y copa por cinco duros (25 pesetas), la empresa tampoco prometiese mucho": "Como buenos snobs socialdemócratas, ambos en excedencia voluntaria, aquello prometía ampliar selectivamente el círculo de nuestras amistades y era a todas luces, divertido".
Claro que no podía imaginarse que tanto. Claro que no era consciente de que estaba creando un emblema -hoy, a sus ojos, venido a menos-: ha llegado a decir que sólo pagaría por no entrar en la Amnesia actual. "Dos años atrás, cuando cedí a la insistencia de algunos amigos y visité lo anunciado como "la mejor discoteca del mundo", el director me concedió el lujo supremo de fumar a discreción, flanqueado en un palco por dos bailarinas ligerísimas de ropa, y alguien me acercó un espejo surcado por líneas de algo con aspecto de alcaloide. Agradeciendo el favor, me pregunté hasta qué punto había contribuido a consolidar algo tan infernal para mí y tan atractivo para muchos más".
Hay otro capítulo sórdido: el de la cárcel, donde acabó por tráfico de drogas en grado de "tentativa imposible". Un amigo le había pedido que hiciera de intermediario entre un comprador y un vendedor de cocaína, y de repente... ya saben. Todo era una trampa de la Brigada Central de Estupefacientes de Madrid. "Es la parte más escabrosa (...) Uno de cuyos hitos fue no recurrir la sentencia a dos años y un día por tráfico de cocaína en grado de 'tentativa imposible'. La tentativa imposible desapareció de nuestro ordenamiento, sustituida por la figura del delito provocado, y fue un placer rememorar los avatares de aquel asunto, que se transcriben casi intactos". Escohotado vuelve a reírse de aquel momento "dramático". "Al no matar, engordó".