El capitalismo es perjudicial para todos, dice la intelectual estadounidense Kristen Ghodsee, pero especialmente para ellas -y para su vida íntima-. La autora de Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo (Capitán Swing) ya dispara desde el título de su último ensayo. Quien escribe es una prestigiosa etnógrafa y profesora de Estudios de Rusia y Europa del Este que ha pasado décadas investigando qué sucedió con las mujeres en países que pasaron del socialismo de Estado al capitalismo. ¿Cómo afectó el cambio de modelo económico a sus orgasmos? ¿Y a su felicidad? ¿Se vio alterada su satisfacción emocional? ¿Y su número de parejas?
En realidad, Ghodsee no es una nostálgica: se limita a señalar que hay aspectos del socialismo que convendría rescatar. Está muy claro que otros no. Es tramposo, no obstante, que siempre repita que se refiere al “socialismo cuando se desarrolla correctamente”, porque éste “conduce a la independencia económica, a mejores condiciones laborales, a un mejor equilibrio entre trabajo y vida, y, sí, a un mejor sexo”.
Teoría de la economía sexual
Su tesis parte del análisis de la “teoría de la economía sexual”, es decir, de una polémica investigación publicada en 2004 que proponía que “el sexo es algo que los hombres adquieren de las mujeres, bien con recursos monetarios o no monetarios, y que el amor y el romanticismo son meros velos cognitivos que los humanos utilizamos para disimular la naturaleza transaccional de nuestras relaciones personales”. Sus autores, Roy Baumeister y Kathleen Vohs, aplican la disciplina económica al estudio de la sexualidad humana. Deslizan que si el sexo es “una mercancía controlada por las mujeres” es porque ellas tienen menor deseo sexual y pueden gestionarlo mejor exigiendo a los varones compensaciones a cambio del coito. Otra idea espinosa: “No es el patriarcado el responsable de que se humille a las mujeres promiscuas, sino que son las demás mujeres las que las castigan por vender su sexo demasiado barato y, de este modo, hacer que baje el precio de mercado”.
Siguiendo esta lógica, el precio del sexo es más bajo en las sociedades progresistas en las que se ha abierto a las mujeres el acceso a la vida política y económica. La mujer emancipada -con oportunidades educativas y empleo remunerado- tiene ante sus ojos otros caminos para conseguir sus necesidades básicas. Ya no se ven obligadas a depender de ningún hombre ni a pensar en ellos como maridos-proveedores: pueden cambiar de pareja sexual, tener más relaciones buscando su satisfacción y no atarse a ninguna. Otros factores que devaluarían el sexo: la disponibilidad de anticonceptivos y el aborto legal. “(…) cuando el sexo conllevaba el riesgo de la maternidad, las mujeres demandaban un precio mucho más elevado por el acceso a sus cuerpos, como mínimo, un compromiso serio, y, a poder ser, el matrimonio”, escribe Ghodsee.
La culpa (de todo) es de ellas
El problema es la lectura misógina que se hace de los datos: por ejemplo, la derecha estadounidense se ha apoyado en ese estudio para culpar a las mujeres del bajo rendimiento de los hombres. “Si el precio del sexo es bajo, ellos no tienen incentivos para hacer algo con sus vidas (…) Cuando el precio del sexo es muy alto, los hombres, desesperados, encuentran incentivos para salir a buscar trabajo, ganar dinero y hacer algo de provecho, lo que les facilitará tener acceso de por vida a la sexualidad de una mujer a través del matrimonio”. Los economistas también han demostrado que en las culturas en las que hay más hombres que mujeres, ellos son más emprendedores.
La autora, de pensamiento feminista, acaba dando la razón a la teoría de la economía sexual, pero sólo dentro de los confines del sistema de mercado libre. No es nada “natural”, sino una respuesta a un modo concreto -capitalista- de organizar la sociedad. Lo argumenta así: “Aunque no sean conscientes de ello, los teóricos de la economía sexual vienen a aceptar una antigua crítica socialista del capitalismo: que mercantiliza todas las interacciones humanas y reduce a las mujeres a bienes muebles”. Se ve más claramente en las hembras cazafortunas. Y en las prostitutas. Los teóricos socialistas, por su parte, creen que la independencia económica de las mujeres y la propiedad colectiva de los medios de producción “liberaría las relaciones personales de los cálculos económicos”.
La propuesta de Kollontai
La socialista y feminista rusa Aleksandra Kollontai -que fue la primera mujer de la historia en ocupar un puesto en el gobierno de una nación- se rebeló contra esta mercantilización. Escribió: “En cuanto a las relaciones sexuales, la moralidad comunista exige, antes que nada, el final de las relaciones basadas en consideraciones financieras (…) La compraventa de caricias destruye la noción de igualdad entre los sexos”. Hay que recordar que tampoco defendía la promiscuidad, ni el hedonismo, ni el amor libre: en el fondo era bastante conservadora a la hora de relacionar siempre el sexo y el amor, pero creía firmemente que destruyendo el vínculo entre sexualidad y propiedad “los hombres y las mujeres tendrían relaciones más auténticas y significativas”.
Lenin y sus compadres no estaban interesados en esta revolución y acabaron mandando a Kollontai a Noruega en labores diplomáticas: es decir, la sacaron del país para que no molestase demasiado. Aunque las encuestas del momento señalan que gran parte de la juventud soviética apoyaba la visión de Kollontai, el conservadurismo tradicional de la cultura campesina rusa, sumado a los consejos de la mojigata clase médica, destruyeron el plan de la política feminista. No había acceso a anticonceptivos. Las mujeres no podían controlar su fertilidad. Los hombres evadían sus responsabilidades de manutención a pesar de las buenas intenciones de los tribunales. El Estado soviético “intentó crear una red de orfanatos que se hiciera cargo de los niños sin hogar, pero era un proyecto demasiado costoso”. Todas las ideas de Kollontai fueron ridiculizadas y rechazadas.
Cuando Stalin accedió al poder dictatorial no se complicó: lo más cómodo era que las mujeres se siguiesen dedicando a la gestación y la crianza sin coste alguno, pero que, además, trabajasen fuera de casa “para contribuir al levantamiento de la URSS como potencia industrial”. “A algunos conservadores estadounidenses les encantarían muchas de las políticas de Stalin: volvió a prohibir el aborto, promovió la abstinencia hasta el matrimonio, reprimió el debate público sobre la sexualidad, persiguió a las personas homosexuales e hizo exaltación de los patrones de género tradicionales dentro del matrimonio heterosexual”.
Generación postsoviética
Dos sociólogas rusas, Anna Temkina y Elena Zdravomyslova, realizaron entrevistas biográficas en profundidad a dos grupos de rusas de clase media en 1997 y 2005 para analizar los cambios generacionales que se expresaban en las vidas amorosas de las hembras antes y después de la caída de la URSS. Las mujeres utilizaban cinco narrativas básicas para hablar de sus relaciones con los hombres. Ellas las bautizaron como "guiones sexuales", a saber: el guion pronatalidad, el guion romántico, el guion de la amistad, el guion hedonista y el guion instrumental.
Predecible: las mujeres de la "generación silenciosa" soviética -nacida entre 1920 y 1945- se identificaba sobre todo con el guion pronatalidad, es decir, el sexo para ellas estaba directamente relacionado con la idea de tener bebés. En el otro extremo, cuando cayó la URSS, las mujeres se identificaban mayormente con el guion hedonista -el sexo es para el placer y va acompañado de juguetes eróticos- y con el guion instrumental, quizá el más preocupante... y el que más ponen en entredicho las feministas.
Este último guion "presupone que la feminidad sexualizada -además de la juventud- se puede intercambiar de manera provechosa por recursos materiales (...) La mercantilización de la sexualidad en Rusia se pudo observar en el incremento drástico del trabajo sexual, la pornografía, los matrimonios por conveniencia económica y lo que las autoras llaman 'patrocinio', es decir, hombres acaudalados que mantienen a sus amantes".
Las dos Alemanias
Esta misma tendencia también se observó en la República Democrática Alemana (RDA) y la República Federal Alemana (RFA). "Con el inicio de la Guerra Fría, la alianza entre Stalin y las potencias occidentales se fracturó. Alemania del Este quedó del lado soviético del telón de acero y bajo un Gobierno de partido único (...) La división de Alemania ofrece un interesante experimento natural sobre los derechos de las mujeres y la sexualidad", escribe la autora. Mientras la Alemania Occidental abrazaba el capitalismo -con sus roles de género tradicionales y su modelo de matrimonio monógamo y burgués-, la del Este, "con su objetivo de emancipar a las mujeres, combinado con la escasez de mano de obra, las incorporó masivamente a la población activa".
Eso generó, presuntamente, mujeres autónomas e independientes que si se sentían insatisfechas con su compañero sexual, podían cambiarlo por otro, porque no les necesitaban económicamente. Las de Alemania Occidental no corrían tanta suerte y tenía que habituarse a la frustración erótica. Los investigadores de Alemania del Este se desvivieron "por demostrar que sus compatriotas disfrutaban más del sexo y con mayor frecuencia". En 1988, Kurt Starke y Ulrich Clement realizaron el primer estudio comparativo de experiencias sexuales evaluadas por las propias encuestadas entre chicas estudiantes de ambas Alemanias. Resultados: las mujeres del Este "disfrutaban más del sexo y declaraban un índice más elevado de orgasmos por relación que sus homóloga del Oeste". Con la sincronización entre mujeres y hombres pasaba igual, como demostró un posterior estudio, en 1990.
Ojo: no es oro todo lo que reluce. En El amor en los tiempos del comunismo, de los historiadores Paul Betts y Josie McLellan, se desgranan más factores. Uno: la Iglesia -más importante en la moral y sexualidad de Occidente-. Dos: la "naturaleza autoritaria del régimen de la RDa, que restringía el acceso a la esfera pública -su ciudadanía respondió retirándose al ámbito privado-". Tres: "En el Este había mucho menos que hacer en comparación con las distracciones comerciales de Occidente, por lo que probablemente la gente dispusiera de más tiempo para dedicarlo al sexo".
La autora reconoce que, aunque esta idea pueda parecerle cursi a nuestros ojos utilitarios y modernos, Kollontai "tenía razón en lo esencial": "Las relaciones íntimas que se mantienen al margen del espíritu transaccional de la teoría de la economía sexual son, en general, más francas, más auténticas, y, en definitiva, mejores". Es posible, pero, ¿a qué hay que renunciar para alcanzarlas?