Mi madre tenía 14 años cuando los Beatles abarrotaron Las Ventas el 2 de julio de 1965. No estuvo allí, estaba trabajando en Málaga llevando cajas en una empresa de distribución de butano. Aun así se acuerda de todo. Describe con exactitud cómo bajaron las escaleras de su avión y se pusieron sus monteras. The Beatles son parte de su vida, tanto que cuando John Lennon fue asesinado ella iba de camino al ginecólogo embarazada de mi hermana. Aunque suene a topicazo son la banda sonora que la ha acompañado durante décadas. Sin ella yo hubiera tardado mucho en escuchar a los 'fab four'. Así que, a punto de hacer 65 años (sólo dos días antes de que Paul McCartney llegue a los 74), mi regalo de cumpleaños era obligado: ir a ver juntos lo poco que queda de ellos. Sabíamos que, muy probablemente, sería la última oportunidad para hacerlo, así que el regreso de Macca a Madrid tras doce años de ausencia se convirtió en algo más.
No éramos los únicos. De camino al Vicente Calderón se comprobaba que The Beatles es una de las pocas bandas que ha pasado de generación en generación. Chavales de apenas 15 años con camisetas de la banda, familias enteras que hacían cola nerviosas, mujeres embarazadas que no querían perderse el momento… Todos querían estar ahí, escuchar canciones que, y perdón de nuevo por el topicazo, son historia de la música.
Por supuesto, como toda estrella del rock que se precie, Sir Paul McCartney no apareció a la hora. Más de 40.000 personas abarrotaban el estadio y esperaban ansiosos el momento. Mi madre estaba como una niña con zapatos nuevos. “Estoy haciendo con 65 años cosas que no había hecho en mi vida”, me había confesado hacía unos días, y era verdad. Nunca había estado en un concierto de estas magnitudes, ni siquiera se había bebido nunca un mini de cerveza. Hacía fotos con el móvil y las mandaba a todos los familiares. Ahí estaba, era la niña que entonces no pudo ver a los Beatles y que se resarcía 51 años después. A las 21:42 salía Macca al escenario. Con su ya clásica chaqueta de cuello Mao no dio respiro y tocó los primeros acordes de A hard's day night. Un clásico para empezar que hizo que la grada se levantara de sus asientos, que sólo utilizaron cuando el exbeatle abandonaba el repertorio de la banda y se entregaba al de Wings.
Con un toque entre altivo y de buen rollo McCartney comenzó a ganarse al público chapurreando un castellano que tenía apuntado en chuletas a sus pies. “Está estupendo”, me espetó mi madre a las dos canciones rendida a sus pies. A mí se me parece cada vez más a una señora mayor, pero en ese momento no me atreví a contradecirla. Su gira One on one se anunciaba como única porque se había reconciliado con su pasado, y vaya si lo ha hecho. Tanto que el concierto es un homenaje a todas las personas que han marcado su vida. Desde su actual mujer a la fallecida Linda, pasando por John Lennon y George Harrison. A cada uno de ellos les dedicó una canción. Para el único que no tuvo fue para Ringo Starr.
Los himnos del grupo de Liverpool fueron sonando uno a uno: Can't buy me love, Love me do, Blackbird… McCartney no paraba ni para beber agua y hasta se atrevía a usar su guitarra para acompañar los 'oe oe oe' que le dedicaba el público español. Con velocidad de crucero llegaba el primer momento álgido de la noche. Los acordes de Eleanor Rigby deshicieron a todo el público y convirtieron el estadio en una caldera. Era sólo el principio. Unos minutos después dedicaba a George Harrison uno de sus himnos, un Something que comenzó a golpe de ukelele mientras que tras el escenario se proyectaban imágenes de los Beatles en blanco y negro. Mi madre rompió a llorar. Lo hizo sin estridencias, como algo natural, y ni siquiera lo comentamos. No sería la última vez, ya que tras el parón marchoso que realizó con Ob-La-Di, Ob-La-Da y Back in the USSR, llegaba Let it be. Acompañado de su piano Paul McCartney emocionó a niños, padres y abuelos. Es cierto que su voz se resiente y que no llega a los agudos, pero a nadie le importa cuando lo que quedaba era sentimiento.
Después llegaron los fuegos artificiales de Live and let die para poner la guinda con Hey Jude, uno de sus temas más queridos por los fans. No faltó nadie por corear su estribillo, y el propio Macca se dio cuenta y aprovechó para jugar con el público que le seguía entregado a donde pidiera. Era la última canción antes de unos bises torpemente elegidos. Paul McCartney los comenzaba con Yesterday y ponía la carne de gallina a todo el estadio, para luego acabar con Carry that weight y un profético The end.
Se había terminado. 38 canciones y dos horas y media de concierto que habían pasado en un suspiro. “Hubiera aguantado otras cinco”, me contaba mi madre mientras volvía a la realidad. Ahora, cuando suene Hey Jude en alguna radio no se acordará de aquel dichoso 2 de julio de 1965, sino de este 2 de junio de 2016 en el que por fin vio a Los Beatles.