Sale al escenario del Circo Price con viejas canciones que arregla para que estén recién planchadas, pero trae otras que quiere echar a andar. “Agarradas con alfileres”. Y pide indulgencia. De todas ellas, A morir amores y Agua de limón (“No quiero pelear con los espíritus del ron. De hoy en adelante, agua de limón”), dos himnos a la vida, aunque Santiago Auserón no lleve fanfarrias en sus maletas.
El doctor en Filosofía saca a pasear sus estribillos existencialistas a menudo, más en su presente que en su pasado. Lo hace rebajando la intensidad de la materia, que al cantarla parece popular. “Soy el tiempo disoluto que viene a morder tus labios”, entona en A morir de Amores. Con Nada gasta una broma dadaísta nacida a partir de Los demonios de Fiodor Dostoyevski, donde juega a resolver las incomprensiones maritales con el todo, la nada.
Nuevas paradas de una trayectoria que da la bienvenida con Río Negro y se despide Perro flaco, advirtiendo que esquivará como pueda el maldito escollo del pasado. El público espera que diga más cuando ya lo ha dicho todo, es un hombre con misterio que no consigue del todo ocultar. Pero Auserón se entrega a la memoria, no a sus canciones del pasado, sino a las experiencias que retumban en su memoria, a las cuentas que le han alterado y transformado tantas veces como para convertirlo en un ser irrepetible.
El juglar en el que se ha convertido -orante al que desearíamos ver recitar acompañado por su sombra- es la prueba de que hay ciertos viajes de los que sólo a la vuelta se comienza a saber. Hablaríamos de exilios de interior si no tuviéramos estas mochilas, por eso hablamos de independencia. Uno no puede conocer a Santiago Auserón sin Juan Perro, una patria dentro de otra. Irrenunciables todas. Todas, elegantes. Todas, inadaptadas. Todas mezcladas y degeneradas, desde lo latino, al pop, al rock.
No es su traje negro, su camisa y corbata granate, ni sus zapatos o el sombrero que le deja media cara a oscuras donde reside su elegancia moral. Quizá ahí guarde la sofisticación indeleble de casi cuatro décadas musicales, en las que ha sido capaz de ver tanto lo real como lo posible. La elegancia inadaptada de Santiago Auserónrecuerda a esa tan sobria y natural que fijara Velázquez, ese algo madrileño, tan impuro y orgulloso.
La elegancia es todo lo que no puede el artificio hecho a medida, a saber: libertad, soberanía, alegría, seguridad, sabiduría y humildad. También es la honestidad que mete en la cama a la alta con la baja cultura. Hasta el orgasmo.