Una vez pasadas tres semanas de la presunta cobra de Bisbal a Chenoa creo que ya es tiempo de reflexionar sobre el acontecimiento con sosiego, sin dejarnos arrastrar por la histeria del momento.
Lo más notable, en realidad, es el hecho mismo de que esa escena incómoda quedara como el símbolo indiscutible del esperado “Reencuentro” de Operación Triunfo. Porque más allá de defender a uno o a otro de los implicados o de buscar verdugos y víctimas, está claro que lo que hizo tan relevante a la anécdota no tiene nada que ver con la música o el arte y sí con las relaciones personales entre los ex concursantes. Que un cotilleo haya quedado como lo más memorable del reencuentro implica cierta derrota del sentido originario del programa tal como apareció allá por el año 2001. Esta victoria del cotilleo romántico sobre la música como foco de interés de Operación Triunfo tiene interesantes implicaciones si la pensamos en conexión con el éxito de otros programas contemporáneos.
OT frente a la telebasura
No hay que olvidar que OT nació un año después de que irrumpiera Gran Hermano en la televisión española. La aparición y el éxito de OT estuvieron acompañados de cierto halo de prestigio cultural frente a la pura venta de “telebasura” que representaba GH. Hoy ya casi toda la televisión es “reality show” de mayor o menor intensidad, pero entonces el género estaba emergiendo y no era extraño encontrar espectadores de OT que legitimaban su consumo diciendo que el programa no era como GH en el que se hacían famosos seres sin mérito alguno (por el mero hecho de aparecer, de vivir e interactuar frente a la cámara).
En el caso de OT se trataba de la formación y el esfuerzo alrededor de la música. El objeto del concurso no era “la vida”, sino “el arte”. No ya ver como cualquier persona del pueblo se puede hacer famosa sólo por aparecer (como en GH), sino cómo cualquier persona del pueblo con talento (sin recursos, sin contactos) se puede convertir en un artista profesional.
La aparición y el éxito de OT estuvieron acompañados de cierto halo de prestigio cultural frente a la pura venta de “telebasura” que representaba GH
Si algo dejó claro el Reencuentro de OT es que lo más importante del programa no había sido el talento de los concursantes (la parte en la que se distinguía de GH a priori), sino el hecho de que fueran cualquiera, que fueran del pueblo, que fueran “como nosotros”. Gente como nosotros triunfando (Bustamante lo decía en un momento muy emotivo), mucho más que gente como nosotros mostrando su talento. En ese contexto la importancia de la cobra termina de confirmar la mimetización de OT con la retórica amarillista de GH.
Decía Oscar Wilde en 1890, en El crítico como artista (sin duda su texto de mayor altura filosófica) que la clave del éxito de las memorias modernas está en la mediocridad de sus protagonistas, en el hecho de que cualquiera pueda escribirlas, aun cuando no haya hecho nada digno de recordarse. Y si hubiera hecho algo digno de recordarse no será por eso sino por la exposición de sus íntimos pecados por lo que sus memorias serán devoradas por el público:
“En la literatura el mero egoísmo es encantador. La humanidad siempre adorará a Rousseau por haber confesado sus pecados, no a un sacerdote, sino al mundo (…) Las opiniones, el carácter, los logros de un hombre importan muy poco. Puede ser un escéptico como el gentil Sieur de Montaigne o un santo como el amargado hijo de Mónica, pero cuando nos cuenta sus secretos hechiza a nuestros oídos para que escuchen y a nuestros labios para que callen”
Ataque a la meritocracia
Programas como GH son herederos de esta observación (más o menos irónica) de Wilde. Suponen un ataque brutal y hasta orgulloso a la meritocracia y tienen un contenido subversivo de alto calibre: la demostración de que cualquiera puede ser famoso, de que “la gente” no necesita para admirar o amar a seres con ningún talento en especial más que “ser ellos mismos”, ser auténticos, ser de verdad. No es casualidad que el rey de los programas del corazón desde hace más de diez años, Jorge Javier Vázquez, acabara presentando GH, ya convertido en la principal cantera de “famosos” (sin motivo) del país.
Cualquiera puede ser famoso: “la gente” no necesita para admirar o amar a seres con ningún talento en especial más que “ser ellos mismos”, ser auténticos, ser de verdad
Incluso en las versiones “celebrity” de estos reality shows, los participantes están ahí no en tanto que portadores de alguna virtud, sino en tanto que “personas auténticas”. Nadie fanfarronea sobre sus habilidades profesionales o artísticas en los confesionarios de GH; hay una única virtud que se pone en el aire: “ir de frente”, “ser auténtico”. Algo que está al alcance de cualquiera, la más democrática de las virtudes. No ser creativo, solidario o sofisticado, sino “mostrarse como uno es”, “ir de frente” aunque esté cometiendo un acto de egoísmo manifiesto o una estupidez supina.
La cobra como legado de OT y toda la ola de reacciones en el mundo del corazón (donde hemos visto incluso al macabro padre argentino de Chenoa lucrándose vía satélite al participar del circo de autenticidad) son una manifestación clara del triunfo espiritual de GH y la telerrealidad como desquite plebeyo y nihilista sobre OT o cualquier otro simulacro de meritocracia redentora. La televisión prosigue y ensancha el camino abierto por la literatura. Como decía Wilde y bien saben los productores de TV: el mero egoísmo es encantador.