El grupo de K-Pop, BTS, uno de los más famosos.

La apropiación cultural es una cosa terrible. Es tan nociva que sin ella no existiría Elvis. No conoceríamos el queso ni la repostería. Los primitivos flamencos y los prerrafaelistas se habrían dedicado al pastoreo. Aldonza Lorenzo no tendría “la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha”. Y George Lucas y Kurosawa no habrían filmado Star Wars ni Los siete samuráis. Rock and roll, gastronomía, el Quijote... No nos ha traído ni una sola cosa buena.

La llaman apropiación cuando deberían llamarla usurpación. Porque, si bien es cierto que ha servido para cimentar la base tradicional y cultural de sociedades enteras, sus muchas ventajas no justifican frivolidades como que un adolescente en Vallecas lleve ahora mismo al cuello un pañuelo palestino o que llamemos pizza a lo que hacen en Chicago. Con lo mucho que les duele eso a los palestinos e italianos más sensibles. Resulta intolerable.

방탄소년단 (BTS) ‘피 땀 눈물 (Blood Sweat & Tears)’ MV

En la vida es importante tener la piel lo bastante fina como para que casi todo te parezca mal, por muy beneficioso que resulte. Qué dirían los suecos y los noruegos si los españoles empezasen a jugar al curling en masa. Qué dirían los estadounidenses si en Tordesillas, en lugar del majestuoso, delicado y compasivo Toro de la Vega, comenzasen a celebrarse todos los años rodeos americanos. Hay algo básico en la apropiación cultural, y es que siempre puede haber alguien a quien le importune; y eso debería ser suficiente para establecer líneas rojas. Por cada individuo molesto, un límite. Lo contrario sería tolerar que a la cultura, sea de la clase que sea, tuviese acceso cualquiera. Como si se tratase, qué sé yo, de un derecho constitucional.

Y conviene estar atentos, porque el riesgo no anda nunca muy lejos. Todos los caminos, incluso los más largos, se inician con un primer paso, y el de la apropiación cultural no es otro que la descontextualización geográfica. Por ahí se empieza. Por un típico restaurante español en una callejuela de Dublín o Düsseldorf, con su bandera rojigualda decorando las paredes y algunos toros y bailaoras repartidas por el local, y cuando te quieres dar cuenta has inundado Irlanda y Alemania de siestas y tapas.

Basta con introducir un elemento extraño en otra región para que ésta pueda terminar siendo presa del indeseable y enriquecedor contagio cultural. Lo habitual es que no ocurra nada. Estados Unidos vio una vez a Charlton Heston vestido del Cid paseando por Peñíscola y Torrelobatón y de repente a los yanquis no les dio por cocinar paella para toda la familia o bajar al bar en chándal los domingos para ver el partido. Pero no podemos ignorar que el sueño de la descontextualización geográfica produce monstruos, y a veces la contaminación es inevitable.

No podemos ignorar que el sueño de la descontextualización geográfica produce monstruos, y a veces la contaminación es inevitable

En Occidente, sin ir más lejos, estamos a un peldaño de añadir a la muiñeira gallega, la tarantela italiana o la romaika griega la danza regional coreana. El proceso ya ha comenzado. Por ahora sólo hemos permitido que Corea se cuele en nuestras listas de reproducción, pero quién sabe hasta dónde llegará la metástasis. Un fantasma recorre Europa: el fantasma del K-Pop.

No acaparan páginas en la prensa, no son portada de telediarios, pero poco a poco, desde el subsuelo, nos están invadiendo. Se trata de grupos de música pop fabricados en serie a través de castings e integrados por chicos o chicas que cantan estribillos pegadizos mientras desarrollan una coreografía. Es decir, las boy bands y girl bands de toda la vida, con la particularidad de que todos los grupos K-Pop provienen de Corea del Sur. La última frontera de lo estrambótico.

BIGBANG - 뱅뱅뱅 (BANG BANG BANG) M/V

Y arrastran a cientos de miles de adeptos en toda Europa. Las cuentas de Twitter de los clubs de fans españoles de grupos como BTS o BigBang suman docenas de miles de seguidores. En otros países como Francia o el Reino Unido, sus ventas se mueven en las cifras de Justin Bieber o Miley Cyrus. Víctor Lenore trató de advertírnoslo a través de un artículo en El Confidencial en el que explicaba que los fans de una de las bandas, denominada EXO, ganaron a los Beliebers en un concurso de la MTV para hacer ruido en las redes sociales. Que la previsión de exportaciones de K-Pop en 2017 vaya a suponer para Corea un ingreso de diez mil millones de dólares debería habernos puesto tras la pista.

Imagínense la felicidad de su Ministerio de Cultura, que acaba de editar el libro K-Pop beyond Asia. Ha conseguido que el mainstream coreano, que viene a ser como el nuestro pero más sobreactuado y con más kilos de laca por estrofa, se haya impuesto en Asia a los ídolos anglosajones y ahora haya colocado su punto de mira en Europa, donde el entusiasmo desatado por el fenómeno K-Pop comienza a ser una realidad.

Pablo Alborán, la estrella de la música española actual.

Y por eso debemos pelear. Porque no podemos tolerarlo. Se empieza permitiendo que el pop coreano triunfe entre la juventud y se termina apeando de la industria a Pablo Alborán, Chenoa y Antonio Orozco. Ya cometimos el error en su momento de consentir que Antonio Molina, Joselito o Luis Mariano fuesen sustituidos por el sonido británico de los Beatles y los Rolling Stones, que al poco tiempo mutarían en réplicas patrias como los Bravos, los Sírex o Fórmula V. No podemos volver a transigir medio siglo después y aceptar que ahora Corea nos prive de referentes culturales propios como Edurne, David Bisbal o Melendi. Nos ha costado mucho abandonar progresivamente al pop español en una cuneta con intención de, algún día, terminar de ignorarlo del todo, para que ahora vengan unos coreanos a rematar al muerto por nosotros.

La apropiación cultural es inadmisible porque permite que cada cultura crezca tomando de otras lo que considera más interesante y enriquecedor y eso no puede ser. Cada uno debe arreglárselas con lo que, al principio de los tiempos, le tocase en suerte. Lo demás es pura promiscuidad. Pero, además, se enfoca siempre desde el lado acusador. Desde la perspectiva de quien, profundamente indignado, ve cómo parte de su cultura se integra en la de otros a la primera de cambio, sin remordimientos, gratis. ¿Qué hay de los que, horrorizados, tienen que ver cómo su gastronomía es modificada por deliciosos sabores y texturas de otros mundos? ¿Qué sucede con los que tienen que aceptar que su cine se vea influenciado por corrientes extranjeras de gran belleza o pureza estética? ¿Qué pasa con los que comprueban con espanto que su arquitectura, su literatura o su arte es resultado de un perverso y milenario mestizaje?

Debemos oponernos con severidad a ese fenómeno llamado K-Pop que, cargado de heterodoxia asiática, viene a imponer sus criterios en nuestras depauperadas listas de ventas. Defendamos lo que es nuestro. Defendamos a Pablo Alborán. Mantengámoslo vivo frente al enemigo invasor. Seamos nosotros, y no unos forasteros cualesquiera, los que no se lo toman en serio. Que nadie nos quite eso.