Nunca olvidaré la primera vez que escuché cantar a Yoko Ono. Fue una de esas experiencias aterradoras que te apresuras a encerrar en el fondo de un baúl con la esperanza de que a nadie se le ocurra liberarla jamás. Como esa escena de En busca del arca perdida en la que los nazis abren el arca y emergen de ella, vengativos, todos los demonios. Tiemblo con solo recordar aquel día.
Estaba distraído viendo Rock and Roll Circus, la grabación del pequeño festival privado que The Rolling Stones organizaron en 1968 junto a grandes nombres del rock y el blues como Taj Mahal, Jethro Tull o The Who, y de repente me la encontré. The Dirty Mac, un grupo ad hoc formado por John Lennon, Keith Richards, Eric Clapton y Mitch Mitchell, acababa de interpretar Yer Blues de The Beatles, y Lennon pidió a Yoko que se subiese con ellos al escenario.
Qué horror. Comenzó a cantar y corrí a esconderme detrás del sofá, observando la pantalla con pánico a través de una rendija entre los cojines. Sentí cómo los perros del barrio comenzaron a aullarle a la luna y tuve la sensación de que, de alguna forma perversa, aquella mujer estaba invocando al diablo. De que por algún lado estaba a punto de aparecer Gozer el Gozeriano. A su lado, la cara del célebre violinista israelí Ivry Gitlis, a caballo entre la carcajada nerviosa y el espanto, mirando a su alrededor en busca de auxilio, constituye en sí misma un testimonio desolador.
Qué manera de chillar. Qué manera de desafinar. Qué manera de poner a prueba el tímpano de la humanidad. Todavía hoy me despierto por las noches empapado en sudor, recordando el sonido de aquella psicofonía. Pero a Yoko, a pesar de todo, debió de parecerle que lo hacía estupendamente y, a su currículum de aristócrata japonesa dedicada al arte conceptual, decidió añadirle una nueva ocupación: la de cantante. Cantante de música experimental, para más señas.
Qué manera de chillar. Qué manera de desafinar. Qué manera de poner a prueba el tímpano de la humanidad. Todavía hoy me despierto por las noches, recordando el sonido de aquella psicofonía
Paradójicamente, era previsible. En la música experimental cabe todo. Desde John Cage a Yoko Ono. No requiere de técnica alguna. Ni siquiera se apoya en la importancia de la idea. Basta con elegir los elementos más impredecibles, los sonidos más inesperados y discordantes, y soltarlos sin orden ni concierto sobre una grabación. Donde caigan. Cuando le preguntaron a Lou Reed qué opinaba él sobre su disco experimental Metal Machine Music, contestó que sólo había sido capaz de escuchar cuarenta minutos seguidos antes de sentir que le explotaba la cabeza. Un terreno que lo admite todo, lo mejor y lo peor, es el terreno ideal para quien comprende que no es difícil disfrazar de avant-garde su falta de talento.
Rock and Roll Circus se celebró bajo una carpa en los estudios Intertel de Wembley en 1968. Ese mismo año, Yoko Ono publicaba su primer disco. Y lo hacía en formato dúo junto a su futuro marido, John Lennon. Se trataba del álbum Two Virgins, más conocido por su nudista portada que por su contenido, que se basa en ruidos al azar, algunos silbidos y los espléndidos chillidos de Yoko. Han pasado casi cincuenta años y la artista japonesa sigue haciendo exactamente lo mismo.
El sistema es el habitual: el grupo toca y canta mientras ella berrea caóticamente durante dos terceras partes del tema. Algo que, en 1968, como experimento, entraba dentro de lo interesante
Desde entonces ha publicado la friolera de veintidós discos. El último, llamado Yes, I’m a Witch Too, en febrero de 2016. Una cifra que, en realidad, está al alcance de cualquier mortal. Basta con utilizar el método Yoko Ono: dejar que sean otros los que componen todas las canciones que aparecen en los álbumes y dedicarse a chillar por encima o permitir que las interprete un tercero. Uno las escribe, otro las canta y yo las firmo. Para que digan que es complicado ser autor.
En 2017 no ha querido privarnos de su extraordinario estruendo gutural y acaba de publicar un single con la colaboración de la banda ficticia The Moonlandingz —resultado de la unión de Fat White Family y Eccentronic Research Council— y su hijo Sean como productor. El sistema es el habitual: el grupo toca y canta mientras ella berrea caóticamente durante dos terceras partes del tema. Algo que, en 1968, como experimento, entraba dentro de lo interesante. La transgresión, a fin de cuentas, debe ser transgresora. Pero medio siglo chillando es, quizá, demasiado chillar.
Y sin embargo ahí sigue. Gritando desaforadamente en cada disco, siendo incapaz de entonar bien una sola nota, dotando a su incompetencia musical de una cegadora aureola de vanguardia y labrándose una reputación a medio camino entre la extravagancia y la genialidad.
Una cualidad, la de la genialidad, que nadie debería poner en duda en el caso de Yoko Ono. Que su voz sea insoportable no significa que ella no sea brillante. Porque publicar veintidós discos, ser reconocido, además de como artista, como músico y no haber escrito una sola canción en toda tu vida tiene un mérito descomunal. La discografía de Yoko Ono no es algo que deba ser subestimado por el melómano. Al contrario. Estamos hablando de toda una vida dedicada a la canción sin haber cantado nunca nada. Estamos hablando, con toda seguridad, de la obra de un genio. Es una pena que, a cambio, haya que escucharla chillar. Sólo de pensarlo se me ponen los pelos de punta.