“Nos ha salido un bicho”, dijo Israel Galván tras el estreno de La Fiesta, que aseguró haber vivido con el dolor y la incertidumbre “de un parto”. El sevillano estrenaba su espectáculo en el Festspielhaus, auditorio de Sankt Poelten, localidad de 50.000 habitantes a una hora de distancia de Viena. Aquí hizo el bailaor una residencia artística para montar este show y de aquí salieron algunos espectadores sin acabar la función. “Nunca he visto algo así en un teatro austriaco”, comentaba una señora en la puerta refiriéndose a la gente que se fue y a la brevedad de los aplausos.
Fue chocante, sobre todo porque al estreno mundial de La Fiesta vino gente de todo el mundo, muchos estudiantes de danza, bailarines profesionales y seguidores del artista sevillano: todos dispuestos a tomar lo que Galván quisiera darles. A algunos les gustó y aplaudieron a rabiar, pero también se escucharon en la platea comentarios como “han salido fumados” o “qué tomadura de pelo”.
Balbuceos e impotencia
En La Fiesta todo es conato. Ni los objetos son lo que parecen, pues las mesas se sostienen con tres patas y un muelle y las sillas sirven para sentarse, pero también como fanfarria. También los intérpretes se muestran distintos: la violinista y bajista Eloísa Cantón canta y baila, el guitarrista Emilio Caracafé canta y actúa, y todos invierten sus papeles en algún momento de la obra. Todos menos Galván, que baila como él suele, rompiendo los palos, haciendo música con el cuerpo e hipnotizando a la audiencia.
En La Fiesta las frases no se terminan; los personajes no cantan, balbucean, como si siguieran en un estado primitivo, fueran bebés o seres deteriorados buscando una forma alternativa de expresarse. También hay en ese no acabar las oraciones ni los movimientos signos de impotencia, como si el lenguaje que hasta ahora servía no sirviera más y hubiera que inventarse otro. Galván advirtió que este show no era “ni danza ni baile, sino una jerga”. Pero no todo el público la conocía, quizás por eso se fueron.
Verbenas, Michael Jackson y Puccini
La entrada en escena de Israel fue espectacular: bajó los escalones del auditorio por bulerías, sentado y bailando, dando una lección de lo que puede un cuerpo. Pero a partir de ahí, todo decae, sobre todo cuando él no está en escena y salen sus muchos acompañantes: El Junco, Ramón Martínez, Niño de Elche, Minako Seki, Alia Sellami y Uchi, además de los ya citados. Cada uno hizo lo suyo y no molesta tanta gente, ni la falta de hilo narrativo sino el autismo, como si actuaran para sí mismos o sólo para otros artistas.
Las fiestas se hacen para celebrar, para purificar o para dar las gracias. También para ser otros y para volver a ser niños. En las fiestas se ríe y también se llora y todo eso hicieron los personajes con momentos alegres y de verbena, como el de Ramón Martínez que bailó sobre sus puntas con botas de tacón y arrancó un aplauso del público. También destacó la actuación de la tunecina Sellami, no sólo por su interpretación de fragmentos de Tosca, de Puccini, también por la hermosa improvisación que ejecutó sobre canciones populares libanesas.
Galván quería ofrecer un trabajo colectivo, pero el resultado son islotes desangelados con un valor en contra en este caso: que él es el único del grupo capaz de mesmerizar. Lo es porque cuando parece que va a repetirse, se inventa un movimiento o un gesto capaz de cambiar el sentido de todo lo dicho y bailado. Los demás, sin embargo, tienen mucho protagonismo, pero suenan y lucen todo el rato iguales.
En el solo final, larguísimo, el bailaor pareció por momentos un genial Michael Jackson por seguiriya. Galván es conocido en el mundo entero y su imagen es la de una España que algunos sueñan: culta, rompedora y libre. Pero en esta obra esa ilusión dura poco y resulta insuficiente para la cantidad de promesas que contenía La Fiesta.
El comunismo, según los flamencos
También la revolución que prometía el dossier de prensa y sus responsables se quedó en conato. “Los políticos profesionales, de izquierda y de derecha, nos engañan haciéndonos creer que político es el espacio que ellos ocupan”. Así defendía Pedro G. Romero la dimensión política de esta obra. “Cualquier fiesta es un nudo en el que se atan el espacio político normativo y su alteración, su revuelta, su inversión”, explicó a EL ESPAÑOL antes de la función.
El problema es que con tanto mirar hacia adentro, de sí mismos y del grupo, reventaron las convenciones flamencas, sociales y políticas ignorando al espectador y la supuesta revolución se quedó en las tablas. Ambos venían de presentar en Atenas La farsa monea, una performance sobre el dinero, contra el capitalismo y los valores de la socialdemocracia y casi montan la suya en 90 minutos que duró La Fiesta.
Una frase del “aparato”, como se hace llamar Pedro G. en las obras del bailaor, ayuda a explicar la sensación que quedó en Sankt Poelten: “Como decían los flamencos antiguos, ‘comunismo es que aquí todos vamos a comé, ¿no?’” Pues en el Festspielhaus la mitad de la platea se quedó muerta de hambre.
Una obra solipsista
La que sí funciona es un clásico de la casa: la guasa y la parodia del flamenco, evidentes incluso para quienes no dominan los códigos de lo jondo. Desde la camisa abierta de Niño de Elche con la que enseñaba la barriga y rompía la etiqueta de cualquier flamenco clásico, pasando por el hueso de jamón convertido en bajo eléctrico que tocó Caracafé o los guiños de Galván remedando de manera irreverente las formas del baile más ortodoxo fueron algunos detalles que todo el mundo entendió. No falló la intención, fue la comunión lo que no se produjo y fue más extraño que otras veces porque ese público era su público.
Provocar es santo y seña de la marca Galván y no hay acto más político en el arte. Lo sabían quienes acudieron a este estreno, pues muchos recordaban en la puerta Lo real, el show con el que Galván bailó el exterminio de los gitanos a manos de los nazis junto a Belén Maya e Isabel Bayón. Otros citaban La metamorfosis, obra en la que Israel se atrevió con Kafka. En todas esas obras, el espectador, cualquier espectador, se siente aludido porque Galván no habla de hoy y de usted, sino de seres que estuvieron, de los que viven y de los que vendrán. Él habla de la Humanidad, por eso es genial. Pero en La Fiesta todo es solipsismo.
Presupuesto y voluntad
El público era afín, algo de esperar en un país que mima la música y la danza. El Festspielhaus, con un presupuesto de 2,6 millones de euros sólo para el programa de temporada y subvenciones de 6,6 millones destinados principalmente al mantenimiento del recinto y sus empleados y a apoyar la creación es un buen ejemplo. Para entender lo que significan esas cifras, basta mirar una ciudad española de las mismas dimensiones: el teatro Juan Bravo de Segovia dispone de un presupuesto total de 900.000 euros.
En este pueblo de 50.000 habitantes ha finalizado Galván un proyecto que ha contado con el apoyo de diez teatros repartidos por Luxemburgo, Austria, Alemana y sobre todo Francia. En la lista hay uno español: el Teatro Central de Sevilla, que les cedió espacio y material durante diez días. Brigitte Fürle, directora artística del Festspielhaus no ve raro que la obra de un flamenco de la talla de Galván se estrene en su auditorio y no en España.
“Aquí acabó el proceso de creación y ha hecho los últimos ensayos”, declara a EL ESPAÑOL y añade que el teatro que dirige también es una excepción en su país. “Sólo es comparable a las Scènes Nationales de Francia”, dice refiriéndose a la medida del Ministerio de Cultura galo por la que los teatros públicos deben ser, además de centros de exhibición, centros de creación y no ubicarse solamente en la grandes ciudades.
Final de etapa
Fürle cree que las decisiones artísticas deben ir más allá de lo económico. “Es más importante la voluntad de hacer cosas. Y la voluntad política: nosotros le debemos mucho al exgobernador de la Baja Austria, Erwin Pröll, que consiguió que fuéramos la región con el mayor presupuesto de Cultura del país”, dice sobre un político conservador al que muchos recuerdan por haberle arrebatado la capitalidad de la región a Viena para dársela a Sankt Poelten.
Por todo eso, Fürle, no parecía preocupada porque a todos no les hubiera gustado el show de Galván. Así se expresó en la cena posterior, un cóctel en el que artistas y público comparten espacio, saludos y preguntas, otra peculiaridad de este teatro. “Es una premier, la obra acaba de nacer y ahora tendrá que madurar. La observaremos con atención y cariño desde la distancia”. Habrá qué ver cómo llega “el bicho” a España cuando se estrene en julio en el Festival Grec de Barcelona después de haber rodado un poco por Europa.
La sensación que deja es la de un adiós y el mismo bailaor reconoce que esta obra es un giro inesperado y que ya anda, como siempre, buscando nuevos territorios. También dijo de La Fiesta que no tenía principio ni final, pero lo cierto es que empieza celebrando y acaba casi de luto, al revés de lo que suele ocurrir en los espectáculos flamencos. ¿Quiere decir eso que volverá Galván a sus orígenes y bailará por derecho? Nadie lo sabe y él no contesta. Con el sevillano, además, nunca se sabe: ¿y si alguien que detesta demostrar nada o contentar a nadie estuviera espantando a su público a propósito? ¿Y si estuviera buscando nuevos fieles abiertos a sus nuevas inquietudes? Eso sí que podría llamarse revolución.