Si hay algo que en EEUU saben hacer bien es identificar qué le gusta a la gente y clonarlo, multiplicarlo, fabricarlo en cadena. ¿Que los vampiros adolescentes causan furor? Pues se publican cinco novelas de la serie Crepúsculo y se anuncia una sexta. ¿Que las películas que más gustan son las de carreras, acción y peleas entre tipos inflados? Pues se ruedan ocho entregas de la saga The Fast and the Furious y se firma un contrato por otras dos. ¿Que la comida más demandada es la que se sirve en McDonald’s? Pues se abre un restaurante por cada veinte mil personas y se acabó eso de caminar más de cinco minutos para tropezarse con un Big Mac.
Pero si hay otra tarea que realizan con gran eficiencia los estadounidenses es ordenar todas esas cosas que tanto gustan, asignarles una categoría determinada y seleccionar las mejores. Es ahí donde entran en escena las listas clasificatorias y los consiguientes galardones, distinciones, condecoraciones y homenajes. Se impone premiar a los mejores porque es el único modo de reconocer quién es el mejor. Algo que, en el caso de la música, se lleva a cabo nombrando semanalmente un número uno.
Porque ocupar la primera posición en esas listas es una situación objetiva. No admite discusión. Uno puede debatir durante horas sobre si eran mejores las canciones de Michael Jackson o las del Fary —el típico debate—, pero que Michael Jackson tiene más números uno es un hecho. Incluso en la disputa por el trono del rock que siempre se librará entre The Beatles y Elvis Presley se suele utilizar como argumento el recuento de sus números uno. Gracias a esa clase de reconocimientos sabemos quién es el mejor.
El mundo del cine es un buen ejemplo. En 1998, por elegir un año al azar, se produjeron varias películas de calidad considerable. La vida es bella, Salvar al soldado Ryan, La delgada línea roja, Corre, Lola, corre, American History X, El show de Truman, Miedo y asco en Las Vegas o Tango. Podríamos pasarnos una tarde entera exponiendo los motivos por los que creemos que una de ellas es mejor que las demás, pero sería un esfuerzo estéril. Para eso precisamente se inventó el Oscar a la mejor película. Para colocar una medalla y zanjar la discusión. De ahí que todo el mundo sepa que la mejor película de 1998 fue Shakespeare in Love. No hay debate.
El sistema de números uno es igualmente definitivo. Sirve para cuantificar la calidad. Te puede gustar más una canción u otra, pero ser número uno en EEUU inclina la balanza. En el caso de Despacito, por ejemplo, la música en castellano cometió un grave error. No le dimos a esa canción la importancia que se merecía. La escuchábamos en un centro comercial y pensábamos: “Qué raro suena en este tema Enrique Iglesias”. Y seguíamos haciendo nuestras compras pensando que ese hombre parece escribir siempre la misma canción.
Pero entonces llegó Justin Bieber, un estadounidense de Canadá, escuchó Despacito una noche en una discoteca de Bogotá y comprendió que aquello era una obra maestra. Envío un correo a su mánager diciéndole que quería versionarla, éste se puso en contacto con su autor, Luis Fonsi, y, en apenas unos días, EEUU convertía la canción en su primer número uno en castellano desde hacía veintiún años.
Fue entonces cuando los demás nos dimos cuenta. Despacito era a la música lo que The Fast and the Furious es al cine. Lo que Crepúsculo es a la literatura. Lo que la Big Mac es a la gastronomía. Un prodigio. Un fenómeno mundial. La mejor entre las mejores. Gracias a EEUU y su ojo clínico para estas cosas, colocamos por fin a Despacito en el lugar que debía ocupar y pudimos comenzar a escucharla a todas horas en la radio, en los supermercados, en las discotecas, en la televisión, en internet, en la calle, en las tiendas de ropa, en las bodas y hasta en una iglesia.
De no ser por ese número uno, tan solo la escucharíamos una o dos veces al día, como mucho. Pero gracias al talento del público estadounidense para reconocer una joya cuando la tiene delante, ahora suena constantemente. Sin solución de continuidad. Como una especie de banda sonora incesante que nos acompaña a dondequiera que vayamos. Qué maravilla.
Hacía más de dos décadas que una canción en castellano no era número uno en EEUU. La última había sido La Macarena en 1996 y nos ocurrió exactamente lo mismo. Sí, nos hacía gracia. Veíamos a Los del Río muy sonrientes y vestidos de traje cantándole a una chica para que le diese alegría a su cuerpo, Macarena, que su cuerpo, al parecer, era para darle “alegría y cosa buena”, nos mirábamos los unos a los otros, decíamos en voz alta “eh, Macarena, aaargh” y seguíamos a lo nuestro.
Tuvieron que venir los estadounidenses a explicarnos que aquello era un milagro de la armonía y la melodía y hasta la prosodia para que entendiésemos lo que teníamos entre manos. Y fue necesario que la aupasen al número uno para que nos quedásemos con cara de tontos mientras veíamos por la tele a los participantes de la convención nacional del Partido Demócrata de 1996, Hillary Clinton incluida, bailando como posesos La Macarena mientras Bill Clinton era elegido candidato a la presidencia, cuando en España ese año ni siquiera tuvimos un miserable debate electoral. Otro gallo habría cantado si Aznar y González la hubiesen bailado.
Pero confío en que no nos vuelva a suceder. Espero que los estadounidenses no tengan que señalarnos otra vez cuál es la próxima Macarena o el próximo Despacito. Sería vergonzoso que una canción en castellano se convierta dentro de unos años en número uno en EEUU y nosotros, mientras tanto, nos hubiésemos pasado otra vez las semanas previas escuchándola sin prestarle demasiada atención, ajenos a su genialidad, convencidos de que solo se trataba de una canción ridícula y mediocre, indistinguible de las otras doscientas de su estilo que sonaron ese año en la radio. Yo, al menos, no me lo perdonaría.