Hace mucho que Joaquín Sabina dejó de ser un hombre para mutar en memoria sentimental de esta España nuestra. Carga ya esa responsabilidad, el flaco, y no basta con que levante la calavera con dignidad, aguante la patata -carajo- y la garganta dure otra coplilla: le exigimos el símbolo. Zarandeamos al crápula reinsertado porque queremos, llanamente, la banda sonora de nuestra vida, el rosario de canciones que hablan de quienes fuimos o de quienes estuvimos a punto de ser.
Aquí la grada sigue enganchada vía intravenosa a su puñado de himnos para los descarriados, para los perlas como nosotros, más bien nocturnos y alevosos pero no tan malos como nos gustaría, deseando algo que siempre está un poco más allá: preñados de insatisfacción como en Y sin embargo, despechados como en 19 días y 500 noches, locales como en Yo me bajo en Atocha, promiscuos como en Aves de paso. Algunos nos encontramos más rápido en sus versos bien armados que en siglos de arte y literatura, fíjense qué hermosa vulgaridad.
Es el primer show en Madrid de la gira Lo niego todo -otro, mañana 22, y otro doblete el 18 y 19 de julio- y esto parece un deja vú. Los españolitos llevamos desde el 99 -el año en que publicó su mejor disco, a todas luces- yendo al mismo concierto de Sabina, insertos en un día de la marmota musical, resistentes en la nostalgia. El maestro sabe bien que desde entonces no alumbra un tema eterno, y la prueba fehaciente de ello es que anoche, en el WiZink Center de Madrid, soltó una ristra de canciones de su último disco -todas seguidas, sin respirar, como quien recita la lección- y después arrasó clásico a clásico. No tocó ninguna que haya escrito desde ese 1999 hasta ahora, salvo Peces de ciudad, de Dímelo en la calle (2002). Nada de Alivio de luto (2005). Nada de Vinagre y rosas (2009).
Joaquín Sabina y la nostalgia
A la verbenas de Sabina acudimos como viejos fieles que visitan los domingos la iglesia con su traje más impoluto, dispuestos a tragar hostia. Puntualidad y sentidísima nostalgia. Este amor es un hábito, aunque ya andemos agnósticos perdidos. No le hemos sustituido, -no podemos-, pero hace más de una década que no nos regala una de esas canciones que uno quiere llevarse a la cama. Irreprochable: pocos artistas como él viven en nuestras huellas dactilares. Joaquín es transversal. Tótem de la izquierda que la derecha admira, colchonero querido en Cibeles, taurino irredento que los animalistas aclaman, republicano con el que los Borbones cenan, niño de Úbeda que Latinoamérica sueña.
Joaquín es transversal. Tótem de la izquierda que la derecha admira, colchonero querido en Cibeles, taurino irredento que los animalistas aclaman, republicano con el que los Borbones cenan, niño de Úbeda que Latinoamérica sueña
El miércoles noche arrancó su primer concierto en Madrid con Lo niego todo, single del disco que lleva el mismo nombre -el primero de estudio en solitario en siete años- y cancioncita para expiar pecados. No para de repetirlo en sus nuevas letras: se ha hecho mayor y le aprietan las costuras del malditismo, valora su tabique nasal, su sofá y su Jimena. Tampoco sus amigos cierran ya las correderas de los bares. Basta. Fue extenuante la travesía. “Siempre es emocionante volver a casa”, saludó, con un nudo en la garganta. El hogar no se mueve. El hogar nunca para de esperar.
Ya va por doble disco de Platino, Joaquín, con la broma. Sus adeptos, como él, son fieles a pocas cosas, pero muy leales con las que eligen. Quien más, quien menos, Posdata, No tan deprisa. “¿Qué estoy haciendo aquí? ¿De quién es esta vida?”, cantó, y sonaba a verdad. Se acompañó con un pito de caña, ese “dificilísimo instrumento” que le enseñó a tocar el que él llama su “maestro”, el fallecido Javier Krahe, pero quien también fue su amigo raro. Emocionante, sí, Lágrimas de Mármol, quizá la única de las nuevas que el público entero coreó. Autobiografía breve, entonada con rabia: “Superviviente, sí, maldita sea”.
De la conferencia al concierto (gracias a los clásicos)
Dice Sabina que, “aunque suene muy cursi”, su banda es su familia. Lo demostró dándole a cada uno de ellos minutos propios de protagonismo. Especial mención a la magnética Mara Barros, coplera moderna vestida de cuero negro, a la que le ha escrito Hace tiempo que no para su disco en solitario. “Yo no tengo ninguna vocación pedagógica, pero me gusta mucho aprender. Durante los diez últimos años de su vida, hice una amistad, una fraternidad con Gabriel García Márquez, con El Gabo", relata.
"Y lo cuento, aparte de para ponerme una medalla, porque una de las últimas veces que lo vi, cuando ya estaba entrando en ese túnel de la memoria imprecisa, le dije: “Gabo, ¿cómo estás?”, y él respondió: “Hace tiempo que no me hago caso”. Yo pensé que me estaba regalando un pedazo de canción. Todo estaba en ese verso. Con el tiempo la fui escribiendo, y esa canción que soñé con El Gabo la canta ahora Mara Barros, la hice para ella”.
El gentío vivió por fin un concierto de Sabina, no uno de Leiva -productor de Lo niego todo- cantado por Sabina, que era en lo que amenazaba a convertirse
Aplausos largos para Pancho Varona, el Sancho Panza de todo esto, rebosante de talento, humildad y cordura. A partir de este punto, el gentío vivió por fin un concierto de Sabina, no uno de Leiva -productor de Lo niego todo- cantado por Sabina, que era en lo que amenazaba a convertirse, porque el sello del ex de Pereza en el nuevo trabajo del maestro es tan fuerte que a ratos los temas parecían sólo versiones. Ahora sí: Una canción para la Magdalena, un Yo me bajo en Atocha, un Por el boulevar de los sueños rotos, un Y sin embargo, un Ruido. El evento se quitó el look de conferencia -miles de personas quietecitas en sus asientos, observando el cotarro, incluso charlando entre sí- para estallar en pasiones de concierto.
Los himnos no fallan
Peces de ciudad calentó, pero engañaba: no era cierto que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver, la noche lo dejó claro. 19 días y 500 noches levantó del asiento hasta a los periodistas, todo formales con su ordenador en las piernas al lado de hombres exaltados que blandían su maceta de vino y bramaban cosas como “¡Artista!” y “¡Grande!”. Aves de paso, Noches de boda, Y nos dieron las diez y Princesa. “Cómo no imaginarte, cómo no recordarte”.
Para ir cerrando, Contigo, por los que siguen eligiendo amar sin consentir que elijan su champú. “Sabina, así no se termina”, jaleó la multitud. Entonces, Pastillas para no soñar, el rock de los incautos que quieren vivir, ese verbo que nada tiene que ver con seguir cumpliendo años. Unos beodos la entonaban después, agarrados como en las cantinas, en un vagón del metro. Volveremos a esta misa. Que Dios nos coja confesados.