La canción del verano es una de esas cosas terribles que, de vez en cuando, suceden. Sin más. Como los tornados, el auge de la ultraderecha europea, los comerciales de las compañías eléctricas, las películas de The Fast and the Furious o las galas de Gran Hermano. Son calamidades periódicas e inevitables contra las que no se puede hacer otra cosa que encerrarse en una habitación, bloquear la puerta con una silla y esperar pacientemente a que pasen.
La canción del verano es una playa, unos refrescos y un chiringuito. Pero también es un coche tuneado, aparcado en la explanada de un centro comercial, con el volumen del equipo de música al máximo y las ventanillas y el maletero abiertos. Es un par de chavales sentados en un portal con el Spotify echando humo en un teléfono sin auriculares. Es el tono de llamada de tu cuñado. Es el soniquete de las bocinas de las atracciones en las fiestas del barrio. Es la apertura del baile en cualquier boda al azar. Es una fiesta por la noche en la piscina de un chalet de La Finca. Es la foto de Froilán fumándose un puro con sus compañeros el día de su graduación. Es el transistor de un obrero mientras reparara una alcantarilla en Vallecas. Todo eso es la canción del verano.
Hubo un tiempo, sin embargo, en el que la canción del verano tenía algo de apetecible y refrescante. Una época en la que, de hecho, todavía tenía algo de verano y algo de canción. Por aquel entonces ya era una playa y unos refrescos y un chiringuito, pero también era Conchita Velasco con el pelo alborotado y las medias de color. Era la forma en que Mike Kennedy pronunciaba “black is black” desde el cuarto puesto de las listas de ventas estadounidenses y el segundo de las británicas. Era aquel rayo de sol que trajo tu amor a Los Diablos. Era Tony Ronald pidiendo ayuda en inglés para que le tendieses la mano de un hermano. Era un rock and roll en la plaza del pueblo. Eran las recomendaciones geográficas de Rafaella Carrà para hacer bien el amor. Era la gloria de Umberto Tozzi. Era Javier Guruchaga y la Orquesta Mondragón animándote a viajar con ellos si querías gozar. Era la calle ardiendo al sol de poniente y las tribus ocultas cerca del río esperando a que cayese la noche. Hace falta valor. Era la Bamba de Los Lobos. Eran mil campanas sonando en el corazón de Alaska, Carlos Berlanga y Nacho Canut. Era la voz de Fiordaliso pidiéndote sólo el momento y no la luna. Todo eso era la canción del verano.
Paris Hilton quiere ser el éxito del verano
Pero poco a poco, la canción del verano comenzó a ser también Fernando Esteso haciendo el ridículo mientras describía a “la más gorda de las mozas” de su pueblo. Y comenzó a ser Georgie Dann y un mantra que durante los 80 repetía que el francés era un virtuoso del clarinete y del saxo formado en el conservatorio de París, un dato que no tenía por qué ser falso pero que tampoco significaba que la calidad de El chiringuito, Macumba, El negro no puede, El africano, La barbacoa o Mecagüentó fuese superior. La canción del verano comenzó a ser un tractor amarillo asturiano. Y una letra indescifrable en la que de vez en cuando se podía entender “sopa de caracol”. Comenzó a ser una chica en una discoteca a la que, al parecer, se la llevó el tiburón. Y un chico que no quería le dijesen en la esquina “el venao” porque eso a él lo mortificaba. Fue Elvis Crespo pidiendo que lo besasen suavemente. Y fueron la Macarena y su novio, que se llamaba de apellido Vitorino. Y una chica que batía a un chico como haciendo mayonesa -todo lo que había tomado se le subió pronto a la cabeza.
Pero cambiamos de siglo y la cosa fue a peor. La canción del verano se había convertido en una caricatura de sí misma y algunos supieron hacer de ello una industria. Comenzaron a sucederse los King África, Coyote Dax, Dinio, Malena Gracia o Sonia y Selena, contra los que competían Ricky Martin y su vida loca, un Ricky Martin moreno llamado Chayanne que le cantaba a una tal Salomé, un Chayanne español muy sonriente que se llamaba David Civera, un David Civera de andar por casa que se llamaba Raúl y así sucesivamente. La canción del verano continuó diluyéndose entre los discos que salían de la factoría de Operación Triunfo y los primeros fenómenos virales como las Ketchup y su Aserejé, el Koala y su corral, Tata Golosa y sus micrófonos o Buenafuente y su Chiki-chiki, y con la llegada de la nueva década fue totalmente absorbida por el reggaetón. Aunque resulta imposible no señalar algunas excepciones a esta regla como la salchipapa de Leticia Sabater.
Paris Hilton -que en el año 2006 ya había publicado un disco con el que compartía nombre- ha anunciado en su cuenta de Twitter que, a propósito del lanzamiento de su nuevo perfume, publicará un single llamado Summer Reign cuya vocación es convertirse en la canción de este verano. Al conocer la noticia, algunos no han tardado en rasgarse las vestiduras. “Cómo pretende publicar la canción del verano una chica que ni sabe cantar ni tiene idea de música”, se ha escuchado vociferar a críticos y expertos al otro lado de las puertas de sus despachos, profundamente indignados, cargando las tintas contra ella en publicaciones especializadas.
Pues honestamente, señores, yo no sé de qué se extrañan. Poco nos pasa.