La semana pasada, charlando con Alexandra Gil sobre las insólitas dimensiones de Despacito como fenómeno sociocultural —hace tiempo que rebasó la barrera de lo puramente musical—, me comentaba que el asunto se estaba poniendo tan delirante que incluso la Agence France-Presse había publicado recientemente un artículo en el que se relataba cómo la canción había logrado incidir en la economía de Puerto Rico a través del turismo. En concreto, la agencia de noticias francesa informaba de que en los últimos meses se había producido un aumento del número de personas que viajaban a la isla para conocer la humilde barriada de La Perla, en San Juan, donde en su día se rodó el videoclip del famoso éxito de Luis Fonsi.
“Vine por el videoclip —explica a la AFP una maestra de 28 años de Carolina del Norte llamada Jennifer Adams—. Lo he visto muchas veces. Sabía dónde tenía que ir, me he hecho muchas fotos y he probado a bailar allí”. La gente acude al barrio para conocer las rocas junto al mar donde Fonsi canta al principio del vídeo, para recorrer el colorido malecón por el que camina la ex-Miss Universo Zuleyka Rivera, para sentarse en la plaza donde los jubilados juegan la partida de dominó. “¡Los gringos están llegando!”, se escucha comentar a los vecinos en un asentamiento sometido desde siempre a los altercados derivados del tráfico de drogas y formado por chabolas que las autoridades puertorriqueñas llevan años intentando desmantelar. Una barriada tradicionalmente considerada como peligrosa, alejada del recorrido recomendado en las guías de viaje, que ha visto cómo una canción, la más reproducida en streaming de la historia, ha terminado convirtiéndola en el motor turístico de la ciudad y, por extensión, de todo Puerto Rico.
Efecto llamada
Resulta llamativo cómo a veces un fenómeno cultural aislado e incluso independiente de un contexto geográfico determinado puede hacer inclinar hacia un lado concreto la veleidosa balanza del turismo. En el caso de la literatura ocurre, por citar un solo ejemplo, con Oporto y la librería Lello e Irmão, cuyas magníficas escaleras inspiraron las del Colegio Hogwarts en la saga de novelas Harry Potter y hoy en día es visitada a diario por cientos de personas que acuden a la ciudad ex profeso.
Lo mismo que sucede con la isla tailandesa de Ko Phi Phi Lee, en cuya Bahía de Maya se rodó la película La playa, de Danny Boyle. Los ejemplos en el caso del cine son también innumerables. Me pregunto cuánto dinero habrá invertido estos últimos años el gobierno de Puerto Rico en campañas publicitarias para fomentar el turismo en su archipiélago y qué resultado habrá obtenido. Seguramente el balance es desalentador si lo comparamos con el efecto llamada que se ha generado gracias a una sola canción.
Por eso hay regiones en todo el mundo que invierten en convertir su territorio en alguna de las localizaciones de prodigios de la cultura popular como Juego de Tronos. O que, al menos, celebran que tal acontecimiento se produzca. Recuerdo la primera vez que estuve en San Juan de Gaztelugatxe en Bermeo, Vizcaya, hace ya muchos años. Debíamos de ser unas quince o veinte personas las que nos hacíamos fotos junto a la ermita que corona el islote.
He vuelto hace poco, una vez convertido el lugar [ojo, que viene spoiler de la nueva temporada de Juego de Tronos] en Rocadragón, la ancestral fortaleza de la Casa Targaryen, ocupada ahora mismo en la serie por Daenerys y su séquito, y me he encontrado con un auténtico hormiguero de personas que bullía a lo largo de su extensa escalinata. Se contaban por cientos. Que los escalones fuesen en total más de doscientos cuarenta ni siquiera importaba.
Algo así es lo que está sucediendo en Barcelona. Hace ya algunos años un amigo me comentaba que el centro de la ciudad se estaba empezando a parecer a un parque temático para turistas. Hoy son muchas las personas que visitan la capital catalana para empaparse de su cultura. Que se mueven por un ánimo cultural no muy distinto del de aquel que visita la librería Lello e Irmão en Oporto o hace la ruta guiada Millenium en Estocolmo. Es gente que quiere conocer en persona, por ejemplo, parte de la obra de Gaudí. Y desea contemplar la Sagrada Familia, la Casa Batlló, el Parque Güell o la Casa Milá.
El turismo es cultura
Y transita por los diferentes barrios de la ciudad y come en sus restaurantes y utiliza sus servicios de transporte público. Y poco a poco, va llenando sus calles de turistas. Exactamente igual que ocurre en París o Roma o cualquier otra gran ciudad del mundo, pero se ve que a algunos, en Barcelona, les molesta especialmente. Se diría que su margen de tolerancia es menor.
O que a ellos, sencillamente, les molesta más. Y como consecuencia, uno puede hallarse en uno de los autobuses turísticos de la ciudad esperando a que éste realice su parada en la torre Bellesguard, por ejemplo, ya que lleva mucho tiempo deseando verla, y que, de repente, a varios de los que les molesta especialmente el turismo les de por aparecer con pasamontañas delante del autobús, lo detengan y le pinchen las ruedas a cuchilladas mientras tú estás en el interior ignorando qué sucede y al borde del jamacuco.
Porque el turismo pueden ser los botellones, los polvos en el balcón, las juergas a plena luz del día. El turismo pueden ser incluso los efectos indeseables del mismo, sean cuales sean. Pero además, el turismo también es cultura, aunque quizá no resulte fácil distinguirlo desde detrás de un pasamontañas. Y a la cultura, al gozo de las artes en general, todos debemos tener acceso libremente, ya que se trata de un derecho fundamental recogido tanto en la Constitución Española en su artículo 44 como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 27. Le moleste a quien le moleste.
Lo que está sucediendo en Puerto Rico me resulta particularmente satisfactorio. La noticia que me comentaba Alexandra, aun siendo increíble y casi disparatada, es una noticia bonita. Según algunos medios, el turismo en la isla ha crecido un 45% gracias a ‘Despacito’. En la barriada de La Perla ha descendido el tráfico de drogas y, ahora que se ha abierto una panificadora, se han plantado dos huertos comunitarios y se ha llevado a cabo una labor de humanización de algunas de sus calles, por fin está dejando de ser un poblado en el que ni siquiera la policía quería entrar. Poco a poco, y gracias al turismo que ha generado la canción de Luis Fonsi, comienza a ser un lugar mejor para vivir. Lo malo es que, si la tendencia se estabiliza, antes o después aparecerá algún energúmeno intimidando y acosando a los turistas y, lo que es peor, lo hará en nombre de cualquier causa legítima pero distorsionada, enarbolando vaya usted a saber qué absurda justificación prosopopéyica.
Pero me temo que no nos queda más remedio que asumir que los tontos, por desgracia, están en todas partes. Casi como los turistas.