La historia de Sinéad O’ Connor es la de un epitafio anticipado, la de un auge astronómico y una caída al centro de la tierra, la de las mieles breves y la ciclotimia, la de la transgresión y el vacío. Ayer martes el mundo entero se revolvía -otra vez- ante un vídeo de la talentosa cantante irlandesa llorando, devastada, volviendo a hablar de su enfermedad -el trastorno bipolar- como la dolorosa lanza que le atraviesa la vida y que la ha dejado sola, sin más compañía que la de su psiquiatra, durmiendo en un motel de Traveldodge “en el culo del mundo en Nueva Jersey”.
“La enfermedad mental es como las drogas, no importa un carajo quién seas. Lo que es peor es el estigma… no importa quién seas”. Hoy O’Connor es tendencia suicida y marginalidad, carga con el injusto estigma de su dolencia mental, tiene campos yermos dentro y revienta de hastío. Un día fue grande, Sinéad. Quizá nunca haya dejado de serlo, pero ya nadie le encuentra en el aura el polvo de estrellas, ya nadie recuerda su voz retando al verso hermoso de Nothing compares to you: “Todas las flores que plantaste en el jardín, mamá, todas murieron cuando te fuiste”.
A fuerza de exabruptos, la cría fue labrando un carácter impermeable al dogma y se edificó como hembra chirriante, rebeldísima, inadaptada
Parecía un niño frágil, con la cabeza rapada y los ojos castaños inmensos; parecía un cisne herido, con el cuello flaco y el gesto desnortado. Vienen de lejos, los traumas de Sinéad. Fue la tercera de cinco hijos y creció entre reyertas paternales que se canjearon en el divorcio de sus padres cuando ella tenía ocho años. A fuerza de exabruptos, la cría fue labrando un carácter impermeable al dogma y se edificó como hembra chirriante, rebeldísima, inadaptada. Después tuvo que irse a vivir con su madre, a la que acabó dedicando Fire on Babylon para hacer justicia poética a cambio de los abusos físicos que recibió por su parte. “La casa se quema, / los niños se han ido”, cantaba.
Los tiempos dulces: el auge de Sinéad
Pasó por reformatorios, cantó como los ángeles por Barbra Streisand, grabó Take My Hand con la banda In Tua Nua, que no la ficharon para el grupo porque no tenía más de 15 años. Un profesor de lengua irlandesa consiguió amansar a la fiera y canjear toda esa energía en parir cuatro canciones hermosas que luego aparecerían en su primer álbum. En el 85, su madre murió en un accidente de coche, y la extrañó hasta el vértigo a pesar de sus pesares, saltando a la comba con su amor tóxico y violento.
Habló de más -hizo comentarios controvertidos sobre su simpatía por el IRA Provisional-, se retractó, dijo que U2 ejercía una influencia mafiosa sobre la escena de rock de Dublín -esta tangana no se resolvió hasta finales de los noventa-, se quedó embarazada del batería John Reynolds y desde la discográfica la presionaron para que abortara: al final, gracias a la influencia de Fachtna O’Ceallaigh -su representante y uno de los creadores de Mother Records-, con 20 años y embarazada de siete meses, O’Connor pudo producir su primer álbum.
Ahí llegaron los tiempos dulces, a partir de The Lion and the Cobra: nominaciones a los mejores premios, disco de oro y éxito internacional gracias a Nothing Compares 2 u -balada monumental escrita por Prince que lideró radicalmente, durante meses, las listas de hits-. Cuando ganó el Grammy por Mejor Álbum de Música Alternativa siendo la primera artista en ganar ese premio, se negó a aceptarlo y argumentó que no asumiría reconocimientos “que se me hayan concedido por mi éxito material”: “Los Grammy se dan al disco que más ha vendido, no al mejor artísticamente hablando. No me interesan”.
Polémica religiosa: la caída
Su vida ha sido un rosario de controversias: el mayor golpe que recibió su trayectoria fue en 1992, cuando apareció en Saturday Night Live y cantó a capella la canción War de Bob Marley, pero editándola y cambiando la palabra “racismo” por “abuso de menores”. La cosa no quedó ahí. El verdadero zafarrancho se formó cuando sacó una foto de un Papa tan querido como Juan Pablo II y la rompió en mil pedazos frente a la cámara mientras entonaba la palabra “evil”. Después dijo “Lucha contra el verdadero enemigo” y arrojó los pedazos a la cámara. Los teléfonos de la NBC se saturaron en un minuto con más de 4.000 llamadas quejándose de lo ocurrido y todo Estados Unidos se le echó encima, pidiendo su retirada de los escenarios.
La performance -cuando aún no existía el término- dio la vuelta al mundo y recibió respuesta: además del veto en numerosas estaciones de radio, los creyentes organizaron quemas y destrucciones públicas de sus discos. El estigma le dura hasta hoy, aunque más tarde se tatuase a Jesús en el pecho con forma de corazón y, en una entrevista al semanario italiano Vita, le pidiese perdón al Papa y le explicase que romper la foto fue “un acto ridículo”, no más que el gesto de una chica rebelde. Aseguró haberlo hecho “porque estaba en rebelión con la fe, pero la fe aún está conmigo”, y citó a San Agustín: “La ira es el primer paso hacia el coraje”.
Sea como fuere, aquel instante se convirtió en historia de la televisión y siempre le pasó factura: su figura nunca brilló como antaño. Más adelante, ya en 2005, aseguraría que la espiritualidad había salvado su vida y que su misión era “rescatar a Dios de la religión”. En otra ocasión se negó a cantar en una presentación en el Garden State Arts Center, en EEUU, porque la práctica de la sede era reproducir el himno nacional antes de los conciertos.
Ella alegó que no comulgaba con el himno de ningún país porque “suelen interpretarse durante las guerras” y eran “diatribas nacionalistas”: “No voy a ir al escenario después del himno nacional de un país que impone censura sobre los artistas. Es hipócrita y racista”.
La potencia de su voz no es hermana ya de la consistencia de su discurso: va dando bandazos, O’Connor, como un animal torpe, como un torbellino de agudeza artística incanjeable en este mundo
Dijo que era lesbiana y después se retractó, aunque confesó que sí que había tenido tres relaciones con mujeres: “Soy ¾ heterosexual, ¼ gay. Me inclino más por los chicos peludos”. Desde que en 2003 le diagnosticaran trastorno bipolar, su rutina han sido intentos de suicidio, desapariciones y sobredosis de pastilla. Vive así, Sinéad, saltando en un mimbre de inseguridades, de contradicciones, de terrores. La potencia de su voz no es hermana ya de la consistencia de su discurso: va dando bandazos, O’Connor, como un animal torpe, como un torbellino de agudeza artística incanjeable en este mundo, como una niña grande denostada e incomprendida, irrescatable ya. Auge, caída y rasguños de un viejo icono del pop.