Cuenta la leyenda que, en cierta ocasión, Linda Thompson, actriz, compositora, ex-Miss Tennessee y primera novia de Elvis tras su separación de Priscilla, le pidió a éste que la acompañase a comer una hamburguesa a McDonald’s como si fuesen una pareja normal, los dos solos, sin guardaespaldas ni personal de seguridad.
Una vez en el restaurante, un hombre se acercó a Elvis y, visiblemente molesto, le dijo que estaba harto de cruzarse con vulgares imitadores del rey del rock, ya que Elvis sólo había uno. El cantante se sorprendió y le contestó que él no era un imitador, que se trataba del auténtico Elvis, a lo que el hombre respondió que Elvis jamás comería en un McDonald’s. Presley dirigió entonces una mirada a Linda y le pidió que le explicase a aquel hombre quién era él, a lo que ella contestó: “Oh, por favor, cállate, George”.
Años más tarde, en un entrevista con Andrew Hearn, editor de la revista Essential Elvis, Linda aclaró que, aunque las cosas no sucedieron exactamente así —ya que ocurrió en plena calle, cuando la pareja iba de camino al Memphian Theater, y en realidad aquella fue la maniobra de despiste que ella utilizó cuando un grupo de gente se arremolinó creyendo haber reconocido a Elvis—, la anécdota era cierta.
Un fenómeno social
Y es comprensible. En aquella época, a principios de los años 70, si había alguien fácilmente reconocible en cualquier rincón de Estados Unidos —del mundo entero, si me apuran— era Elvis Presley. Sus patillas. Su tupé. Sus discretos trajes de terciopelo púrpura. Sobre el mito, Lennon diría: “Antes de Elvis no había nada”. Una afirmación exagerada, como el propio personaje, pero en buena medida, incuestionable. Antes de Elvis no había nada porque durante un tiempo Elvis lo fue todo.
Elvis Presley era la gallina de los huevos de oro. El primer fenómeno social nacido de la música. El primer ídolo de masas. El primer referente pop incluso antes del pop. No tenía ningún talento creativo especialmente destacable. No era un letrista portentoso. Tampoco era compositor —Elvis no escribió ninguna de sus canciones, excepción hecha de alguna colaboración en la letra o los arreglos de temas como All Shook Up, Don’t Be Cruel, You’ll Be Gone o That's Someone You Never Forget—. Pero tenía algo que nadie más tenía. Algo en su voz. Algo en su forma de cantar. Algo en su forma de moverse. De vestirse. De peinarse. De hablar. Algo magnético, carismático, que gustaba, convencía y resultaba muy fácil de vender. Sólo hacía falta que alguien lo vendiese.
Y ese alguien fue Andreas Cornelis van Kuijk, conocido como el coronel Tom Parker, su mánager. Nacido en los Países Bajos y habiendo entrado en Estados Unidos en 1929 de forma ilegal huyendo de la pobreza, Parker fue para algunos un visionario del marketing y el principal responsable del éxito de Elvis, que jamás habría triunfado sin él, y para otros un comerciante de escasos escrúpulos que encontró en el joven y desconocido Elvis Presley un filón al que sacar provecho hasta dejarlo seco. Si Elvis era una mina, Parker no tenía otra intención que no fuese explotarla a pleno rendimiento.
El resto es historia. Parker inició su relación profesional con Presley en 1955, cuando éste sólo era una promesa de Sun Records en la región del Mississippi; un año más tarde, una vez llegado a un acuerdo discográfico con el sello RCA y publicado los éxitos Heartbreak Hotel, Hound Dog, Blue Shuede Shoes o Love Me Tender, Elvis Presley ya había generado más de veintidós millones de dólares. Como para no exprimirle todo el jugo, pensaría Parker.
El comercio con Presley
Estados Unidos pronto vería a Elvis en la televisión, tanto en el show de Milton Berle como en el de Ed Sullivan. Lo vería en los cines, en una serie de siete películas que rodó para Paramount Pictures. Lo vería en los reportajes que se publicaron sobre él durante su servicio militar, incluyendo el período que estuvo destinado en Alemania Occidental. Lo vería a su regreso en el programa Welcome Home Elvis. Lo escucharía en los tres discos anuales que publicaba con RCA. Lo vería en las tres películas al año que comenzó a rodar a partir de 1962, llegando a veces hasta cuatro, como en 1968.
Lo vería en las revistas tras su planeado matrimonio mediático con Priscilla Beaulieu. Lo vería en sus conciertos a lo largo y ancho de Estados Unidos —nunca en el extranjero, salvo un par de excepciones, ya que Parker temía que, debido a su clandestina condición de inmigrante ilegal, si salía del país no pudiese regresar—. Lo vería una y otra vez actuando en casinos de Las Vegas. Lo vería en el primer concierto retransmitido vía satélite, Aloha from Hawaii. Lo vería en todos y cada uno de los productos de merchandising de la marca Elvis que salieron al mercado. A lo largo de dos intensas décadas, el coronel Parker puso a Elvis boca abajo y lo sacudió hasta que ya no caía casi nada. E incluso entonces se quedó con la mitad de los beneficios.
Para entender el ajetreo al que estaba sometido, basta con echar un vistazo a los más de cien discos que, entre reediciones, recopilatorios o remasterizaciones, se han publicado desde que Elvis falleció, hace esta semana cuarenta años. Un promedio de unos tres discos al año, lo que no está nada mal para un cadáver. Después de Michael Jackson, que lo relevó ocupando el primer lugar en 2009, Elvis es la segunda celebridad muerta que genera más beneficios al año, según la revista Forbes. Si parece agotador ahora, cómo sería en vida.
Durante una entrevista con el escritor británico Ray Connolly, autor de Being Elvis: A Lonely Life, Felton Jarvis, amigo del cantante y productor de la mayoría de sus canciones a partir de 1966, comentó que una vez, en sus últimos años, Elvis le dijo: “Estoy cansado de ser Elvis Presley”. El 16 de agosto de 1977 dejó de serlo para siempre. El forense que le practicó la autopsia, Jerry T. Francisco, informó de que en su sangre había encontrado codeína, morfina, metacualona, etinamato, etclorvinol, meperidina, diazepam y otros sedantes. Cualquiera pensaría que lo único que aquel Elvis hinchado y agotado quería, lo único que deseaba aquel tipo de 42 años que llegó a ser el rey del rock and roll, era descansar.