“España se derrumba y nosotros nos enamoramos”, bromeaba un amigo ayer, al final de la jornada, para quitarle hierro a un día políticamente agotador. Está claro que achantarse ante la adversidad sólo es algo que eligen determinadas personas -como envejecer-, porque a todo ser humano se le acaban abriendo dos vías después de llegar, avinagrado, al telediario de la noche: una es sacar un libro de Pessoa y terminar de revolcarse por el fango. Otra es coger los bártulos y tirarle al concierto de Maluma, que se celebró anoche en el antiguo Palacio de los Deportes de Madrid.
Maluma te asegura la alegría. Te hace creer, durante un rato, que la vida es un videoclip, que uno puede llevar zapatos rojos y brillantes por la calle, como los de Dorothy, y nadie te va a mirar raro, que la única preocupación apremiante es dormir esa noche con la persona que deseas. Maluma te hace creer que bailas bien, que hay fórmulas de cortejo sencillas pero infalibles en la sociedad moderna y que nada es, en el fondo, tan grave: estamos vivos y aún podemos pinchar unos discos y tomarnos unas copas. Ancha es Castilla.
Anoche, en el Wizink Center, no había nadie angustiado preservando la Constitución ni intentando derribarla, nadie mentando a Rajoy ni a Puigdemont, nadie pensando en la hora a la que iba a sonar el despertador hoy. El reguetón, a pesar de las críticas que pueda acumular, tiene el don del antídoto: desinfecta de la realidad. También nos da un bañito de humildad: somos más bien vulgares, o, tal vez, buscamos islas de ordinariez donde relajarnos y dejar de fingirnos exquisitos constantemente. Salió Maluma hecho un pincel entonando el himno Borro Casette y la chica que había a mi lado ya manifestaba sus intenciones: “Le preño. ¡Le preño!”, le decía a su amiga, absorbida por las luces.
Después de Sin contrato -“Si te sientes sola, llama a cualquier hora”- el bueno de Maluma empezó a marcar la tónica del evento: “¿Dónde están las señoritas sin contrato?”. Ovaciones. El cantante fue a quitarse la chaqueta y el estadio tembló. Se escuchó un corte de respiración general -femenino, claro, porque más de la mitad de los 13.500 asistentes eran mujeres-. “Si gritan un poco más, se la quita”, alentó al público el tipo que hacía los coros. Y el Wizink, obediente, estalló en alaridos. Ya ahí el que más o el que menos notó que, más que un concierto, lo de Maluma es un espectáculo de boys. “¿Dónde están mis lindas solteritas?”, siguió el reguetonero. Y, a juzgar por la interacción, estaban por todas partes.
Un concierto sexista
Ahí el ídolo de las niñas -un chavalillo de Colombia que no sopla más de 24 velas- con su colgante enorme con forma de tigre y sus tatuajes en los brazos, arrancándose por baladitas al más puro estilo David Bisbal. Como El perdedor: “Dime que me amas aunque sea mentira”. Seguro que hay alguien que dice que el show de anoche fue machista, pero no es cierto. Y no sólo porque Maluma tenga canciones en las que se arrodilla frente al ser querido -como esta última- o porque se llegue a implantar el rol del dependiente sexual -como en Chantaje-. El concierto fue eminentemente sexista, sí, pero gobernado por la hembra, dado que el estadio, rebosante de trompas de falopio, puso sobre la mesa su poderío y su deseo. Maluma no era más que un muñequito saltando frente a una multitud de depredadoras.
Desde esa noche, Vente pa’cá. “Esto no sería posible sin los mejores fanáticos del mundo. Gracias”, sonrió el chico. “Yo soy de Medellín. Todo esto empezó hace siete años allí, en un estudio de 2x2, donde sólo cabíamos tres personas… y ahora me encuentro con toda esta magia”. Escápate conmigo. “Yo soy un hombre bueno, y soltero, obviamente. Aún no encontré a la que es, pero con lo que estoy viendo aquí esta noche la puedo encontrar… ¿no?”, guiñó. Y para qué queremos más. Volaron sostenes mentales.
En este punto arrancó un juego algo bochornoso. Dijo el cantante que él cree en el amor y que allá de donde viene se cantan muchas serenatas, pero que no tenía a quién dedicársela. Vaya, hombre. Su compadre de escenario -el corista- sacó de entre el público a una chica que iba a romperse de temblor en cualquier momento. María se llamaba, la pobre. “María, ¿tienes novio?”. Ella dijo que sí, tímidamente. “Pues entonces, lo siento. No quiero ser culpable de esa ruptura”, alegó él, y la invitó a bajar de las tablas. Estupor.
La elegida fue Nerea, una muchacha sin compromiso emocional que se le agarró al tronco como si fuese Jesucristo mientras él cantaba Vuelo hacia el olvido. Maluma la abrazaba y la joven no daba puntada sin hilo, aprovechando para besarle el hombro y pegarle el cráneo al pectoral. Él tampoco se dejaba amilanar y le acariciaba el labio. Todo como medio intimidante. Se resolvió como se tenía que resolver tanto calientabraguismo: a golpe de muerdo, movilizado por Nerea. “¡Le ha metido lengüetazo, eh!”, se escuchaba decir a las integrantes del público, indignadas.
No sabemos cuántas sesiones psicológicas tendrá que financiarse la elegida después del zafarrancho que se formó allí, pero el público se sumergió en cierto luto envidioso, claro, porque esto es España. Una oración para la gente linda de México y de Puerto Rico. Chantaje. Tu confidente. Y ese hit de cierre que es Cuatro babys, pese a quien pese. Maluma se calzó la camiseta de la Selección Española en los últimos temas y la armonía regresó a estas tierras, reanimando a la democracia. Aquí estaba el único país sin fisuras, con todo lo que lo hemos buscado. En Maluma, baby.