Que la actual edición de Operación Triunfo es un éxito lo saben hasta en mi pueblo. Literalmente. Eres consciente de que un programa de televisión es un fenómeno social cuando vas a visitar a tus tías mayores durante las fiestas navideñas y, en lugar de hablarte de su reuma o poner verdes a sus vecinos, como todos los años, te las encuentras debatiendo acaloradamente sobre los nominados de esa semana para abandonar la academia. Ni siquiera has podido decir “hola” y ya has sido obligado a posicionarte a favor de Roi o de Cepeda. En mi pueblo, ser trending topic consiste exactamente en eso.
Y uno de los principales motivos —entre muchos otros— de ese éxito es Amaia. Amaia Romero. Amaia de España. El martes pasado, en una cena con unos amigos, pude comprobar hasta dónde alcanza realmente el resplandor de esa chica. Durante la sobremesa, entre los postres y los licores, algunos aprovechamos para revisar las notificaciones que teníamos en nuestros teléfonos. En un momento dado entré en Twitter y noté que mi timeline estaba revolucionado. Se escuchaban resoplidos de asombro. Algunos usuarios caminaban inquietos entre los tuits. Otros se llevaban las manos a la cabeza admirándose de lo que estaban viendo. Si no llego a estar seguro de que esa noche no había fútbol, habría jurado que Messi acababa de hacer uno de esos goles suyos de videoconsola.
Ganadora, ganadora
“Madre mía”, exclamaba uno. “Es la ganadora, acaba de ganar el concurso”, concedía otro. Al cabo de unos minutos comenzaron a llegar los primeros mensajes de WhatsApp, espoleados quizá por la permisividad de estas fechas al respecto. La mayoría contenía enlaces a alguna plataforma donde se podía ver la actuación de Amaia de esa misma noche en la gala. Acababa de interpretar magistralmente la canción Shake It Out de Florence and the Machine y tanto la audiencia como el jurado se habían rendido ante su capacidad. Cuando me quise dar cuenta, todos en mi mesa teníamos la vista clavada en el teléfono y leíamos sobre lo mismo. La voz de Amaia dejaba de ser un placer privado. Esa noche hasta el más puntilloso salió del armario.
Y es natural. Hace unas semanas un amigo me confesaba que acababa de descubrir a Cecilia y que estaba sorprendido de lo mucho que le gustaba su forma de cantar. Le contesté que, en mi opinión, no había nada de extraño en ello, ya que lo normal es que el talento, especialmente cuando es tan desbordante, termine imponiéndose. Al margen de las circunstancias. Al margen de los prejuicios. Y en el caso de Amaia Romero —cuya voz limpia y rotunda pero al mismo tiempo frágil y precisa recuerda en muchos momentos, de hecho, a la de Cecilia—, lo normal es que eso suceda al margen incluso de ese pecado original con el que parecen nacer los concursantes de Operación Triunfo.
Cantante, no artista
Y quizá sea ahí donde resida la clave. En el hecho de que probablemente Amaia no sea sólo una chica con una buena voz presentándose a un talent show. De que no sea sencillamente una concursante. Porque gargantas bien dotadas participando en programas similares hay muchas. Vienen y van. Su gloria, en caso de haberla, suele ser efímera. Sin embargo, tal vez Amaia represente el ejemplo perfecto de alguien que marca la diferencia entre un cantante y un artista. No sólo por su sólida formación en el conservatorio, su dominio del lenguaje musical o su destreza al piano, que también, sino sobre todo porque tiene algo más. Algo más que los demás. Ese no-sé-qué tan especial y que tan pocos tienen, por muy depurada que sea su técnica vocal.
Pero la cosa no termina ahí. No sería la historia que es si lo hiciese. Lo verdaderamente determinante en el caso de Amaia Romero es que ella, a diferencia de tantas otras estrellas, no sabe cómo serlo. No sabe jugar a eso. No es capaz de importar la pose, la actitud, la apariencia de desinterés por lo mundano. Ella es todo lo contrario. Se comporta de un modo natural, sencillo, espontáneo. “He tenido un poco de diarrea”, le comentó en pleno directo al presentador del programa durante una de las galas, como si España entera no estuviese mirando. En otra ocasión confesó que se estaba haciendo pis. No hay en ella nada impostado, ninguna de sus reacciones es artificial. Amaia es lo contrario a las figuras que saben exactamente cómo comportarse —cómo actuar— para que no quede ninguna duda de que lo son. Amaia es lo contrario a Lady Gaga. Es lo contrario a Cristiano Ronaldo. Es lo contrario a Salvador Dalí.
Una estrella que no sabe serlo
Y es precisamente eso, su transparencia unida a su enorme talento, lo que la ha convertido en la estrella que es. Porque el público ya está harto de quienes sí saben interpretar el papel de divo. De quienes sí saben hacerse notar, haya o no algo debajo del envoltorio. Tal vez, de haber sabido cómo ser una estrella, Amaia nunca lo hubiese sido. De hecho, lo que sucede es lo contrario. Ella es una estrella porque no sabe serlo. Porque una estrella no necesita exhibir su condición para brillar. Por eso Amaia es una estrella inevitable. Una estrella sin querer. Una estrella que no sabe brillar, pero brilla.
“Acabo de ver esto y me encanta lo que transmite esta mujer, ojalá ella sea feliz y que le den cariño y buen camino a ese talento”, escribía Dani Martín en Twitter cuando descubrió un vídeo de Amaia interpretando una de sus canciones al piano. Esa es la parte complicada. La que viene después de OT. “Espero que le den buen camino a ese talento”. Resulta difícil no tener el mismo pensamiento.