Nunca se soltó el moño públicamente, lo dejó para la intimidad. Espigada y sin flaquear, no perdió la voz ni el rumbo. No tembló frente a la vida, ni cuando la neumonía ni cuando lo de Fernando Fernán Gómez. Eran la pareja perfecta, les confundían con hermanos. Se lo decía Paco Rabal y Lola Flores; él pelirrojo, ella tan rubia, siempre juntos. Hasta que el actor se marchó con Emma Cohen. Se conocieron en el teatro, que a María Dolores no le gustaba el cine. Hizo tanto teatro, trabajó tanto en los años cincuenta y sesenta que cuando se cruzó la canción en su vida, lo ocupó todo hasta el último minuto.
Había aprendido canciones en Chile, que aquí no sonaban. También “cosas españolas antiguas”. En aquellos primeros desplantes al teatro a la guitarra le acompañaba, ojo, Agustín González. Lo hacía bien, gustaba mucho y un día la actriz Josita Hernán le consiguió un contrato en un local chic -lo cool de antes-, en la Castellana. Y allí debutó, en Alazán. La cantante lo recordaba como un sitio de buena familia, elegante, con una estantería llena de libros y un chester. Allí fue a verla Edith Piaf. Las crónicas no eran tan dulces con la sala de fiestas del dueño militar, que murió y todo se desbocó. Ya saben, la democracia.
Sorpresas de la memoria
Y el local fue arrasado por un incendio en 1976. El local pasó de la canción a la devoción, salieron las cantantes y entraron las prostitutas. “Señoritas estupendas”, anunciaban. María Dolores abandonó aquel cuchitril por el mundo y la sala de alterne, con la Segunda Transición, se convirtió en una sucursal bancaria. Durante la reforma que lo transformó en sede del Santander, los operarios encontraron un cadáver emparedado en uno de los muros.
La memoria debe ser eso: una casa que cambia y se adapta a la novedad, pero esconde sorpresas. En la memoria de María Dolores Pradera todos los fines de semana eran fiesta en algún escenario de España, donde paseaba una elegancia tiesa y frágil, una soberanía disfrazada de timidez, un humor pendiente de una copla. En la memoria de María Dolores hay desmelene, pero en la intimidad, donde nadie la pudo ver. En público nunca se despeinó, nunca se alteró.
No a las bombas
La memoria de la cantante melódica escondía a Petronila. María Dolores la creó durante la guerra civil. Los vecinos le llamaban para que echara versos, inventados sobre la marcha, enmascarada en otra. En Petronila, su primera otra ella. El premio a su desparpajo era un puñado de arroz y lentejas.
Ni siquiera con las bombas. Un día su hermano y ella se escaparon de casa para ir al cine, en el centro, lejos de la calle Viriato donde vivían, y se quedaron día y medio bajo los escombros. Cuando los bomberos los rescataron los llevaron a casa, que no sabían volver. Mientras Franco destruía Madrid, su abuelo les enseñaba buenos modales. Apuntó a María Dolores a una academia para que aprendiera a cocinar y, bueno, ella prefería cruzarse la ciudad en patines, sin coches, y salió actriz, cantante, reina. Con la suficiente altura como para no mirar bien nunca al señor de las bombas.
La voz del pueblo
Era una mujer al margen del sistema, aunque el sistema descansara en ella. Sus canciones no fueron decretos de moda, su forma de vestir tampoco iba a la última, ni siquiera su feminidad coincidió con el canon masculino. Llevaba en sus letras la nostalgia del migrante, que se dedicó a cantar a lo popular de los países que la cruzaron. Como si cantar fuera un viaje, como si actuar fuera la vida. Como si las canciones fueran el poso de la memoria, la voz antigua que siempre vuelve. La voz del pueblo que nunca desaparece.
La Petronila que llegó a Alazán se convirtió en una mujer inteligente y bondadosa, o al menos eso quiso, ser alguien al margen de la maldad. Ochocientas canciones después, déjame que te cuente la gloria, que sabe a viejo puente, a río, a alameda, a flor de la canela, a letra que cose dos continentes separados por un océano. Nunca las dos orillas estuvieron más juntas que en sus canciones.