Charles Aznavour decía que no sabía si era un genio: “Aún no he muerto”, se encogía de hombros, como postergando ese bautizo hasta el abrazo a la tumba. Hoy, que ha fallecido a los 94 años, ya puede decirse con la boca grande que Aznavour es mito y fuente de canciones eternas, de música capaz de tocar las teclas del espíritu humano.
Había en él una elegancia antigua, un romanticismo agonizante, un milagro sonoro obrado por un hombre corriente que convirtió sus flaquezas en sus dones. El artista guerreaba siempre contra los críticos feroces de Francia, que retrasaron su éxito hasta los 35 años de tanto tirarle a matar. Dijeron que su voz era mala. Dijeron que su físico no acompañaba. Dijeron que sus escritos no merecían la pena. “Yo hoy, digo: mira, están todos muertos, y y vivo. Es mi venganza”, guiñó Aznavour en una entrevista.
No sólo enterró a los deslenguados perversos, sino que aprendió a callarles. Su trabajo ha vertebrado la historia de la música y el espectáculo del siglo XX. Insufló en todo el mundo chutes de aires parisinos, de una filosofía esteta que remitía a rosarios de lilas descolgándose por las ventanas de Montmartre, tan hermosas que aliviaban el agujero del estómago: “Yo que pasaba hambre, tú que posabas desnuda. La bohemia, la bohemia. Eso quería decir ‘uno es feliz’”, como él mismo cantaba. Habitaciones sencillas, niños pobres con talento y alegría que trasnochaban frente a un caballete en blanco para dibujar la línea de un seno o parir un poema. La que entonaba Aznavour era una irrepetible decadencia. Y una irrepetible libertad.
Vida musical
Antes de ser genio, Charles Aznavour fue bailarín clásico. Sólo tenía nueve años cuando debutó en las tablas con tutú incluido. Poco después se lució también como actor y cantante. Los primeros tiempos fueron difíciles: el niño era hijo de emigrantes armenios. Había que buscarse las habichuelas, y a nuestro hombre le costó el doble porque los detractores le tachaban de bajito y feo: le metieron en la cabeza que el podio artístico era para los gentleman, pero a él nunca le hizo falta ser canónico porque traía kilos de clase y de personalidad.
Tuvo dos encuentros decisivos en su vida: uno, con el escritor Pierre Roche, con quien comenzó a tejer canciones. Otro, con la mágica Édith Piaf. “Ella fue muy importante no ya en mi carrera, sino en mi vida personal. Tuve una fuerte amistad con ella. Como tengo esta naturaleza curiosa, tener un contacto tan cercano con Edith me hizo aprender un montón de cosas”, contó en una ocasión. Con la diosa vivió ocho años. Fue su chófer, su amigo, su confidente y su compositor. “Ella solamente daba consejos a sus amantes. Yo aprendía observándola y escuchándola. A mí no me tenía que dar consejos porque yo no era su amante. No ha habido en Francia otra artista como Edith Piaf”.
Vendió 200 millones de discos. Cantó en francés, inglés, español e italiano y colaboró con artistas de la talla de Liza Minnelli, Compay Segundo, Elton John, Sinatra, Paul Anka, Céline Dion, Carole King, Raphael y Julio Iglesias. Su máxima siempre fue “Show must go on”, de hecho, se le atribuye a él esa frase mítica que Aznavour llevó hasta sus últimas consecuencias. El show debe continuar, siempre, siempre, en el escenario y en la vida, hasta perder el resuello. Es una apuesta por el estoicismo moderno, por la resistencia artística y emocional. No abandonar. No agachar la cabeza. Persistir. Recitarlo todo, cantarlo todo, bailarlo todo; aguante, carajo.
Sus mejores canciones
Algunos de sus himnos más reseñables: Les comédiens, donde rendía homenaje a la estirpe de cómicos, músicos y magos, a aquellos que patean los suburbios y revientan los desfiles con tambores, a los que duermen en remolques verdes, a los payasos tristes. O La plus belle pour aller danser, que compuso para Sylvie Vartan, donde la artista soñaba con ser, esa noche, “la más hermosa para bailar, / para eliminar a todas aquellas / a las que has amado / esta noche seré la más tierna”.
O Hier encore, un tempus fugit de manual, un balance biográfico que deslizaba ya cierta angustia. “Ayer todavía / tenía veinte años / acariciaba el tiempo y jugaba con la vida / como se juega al amor”. O Comme ils disent, una de sus canciones más transgresoras. En ese tema, lanzado en 1972, Aznavour se mete en el cuerpo de un hombre homosexual y cuenta su vida de artista travesti. Ojo a Venecia sin ti, que cantó con Julio Iglesias: "Qué profunda emoción recordar el ayer, cuando todo en Venecia me hablaba de amor (...) Qué callada quietud, qué tristeza sin fin, Qué distinta Venecia si me faltas tú".
“A la hora que nace un nuevo día / regreso a casa para entregarme a mi soledad / me quito las pestañas y la peluca / como un pobre payaso, infeliz por el cansancio / me acuesto pero no duermo. / Pienso en mis tristes amantes, tan patéticos (…) Nadie tiene la verdad absoluta / como para censurarme, para juzgarme”.
Actor secundario e insaciable
Aunque Charles Aznavour siempre fue reconocido como cantante, más allá de su voz sedosa había también un actor competente que, además, trabajó con los mejores realizadores, especialmente con maestros de la Nouvelle Vague, con los que tenía una estrecha relación. De hecho, uno de sus papeles más importantes es en Disparen contra el pianista, de François Truffaut.
Aznavour empezó a actuar casi antes que a cantar, ya que a los 11 años ya salió en obras de teatro infantil, pero fue gracias a su fama como músico por lo que consiguió sus mejores papeles, entre ellos la sorprendente ópera prima de Georges Franju, La cabeza contra la pared, filme que anticiparía obras maestras como Los ojos sin rostro. El físico escuchimizado del francés le impidió llegar a papeles de galán, pero aun así se las apañó para realizar una solvente carrera (según IIMDB más de 150 apariciones entre capítulos de televisión y películas) que él no termino de tomarse en serio a pesar de tener importantes roles en obras de peso como El tambor de hojalata, la adaptación cinematográfica de la novela de Günter Grass por la que Volker Schlondörff ganó el Oscar de mejor película de habla no inglesa.
Su última gran aparición tuvo, además, un componente emocional, ya que se unió a Atom Egoyan en la emotiva Ararat, en la que daba vida a un director de cine armenio que llega a Toronto con la intención de rodar una película sobre el genocidio, otro de los temas importantes de su vida.
Su adorada Armenia
Aunque Charles Aznavour nación en París, sus raíces se encuentran en Armenia, donde nacieron sus padres. Por ello siempre se ha mostrado muy concienciado y activista respecto al genocidio contra los armenios realizado en 1915 por los turcos. Una masacre que todavía muchos países no reconoce por miedo a represalias políticas y económicas.
El año del centenario del terrorífico suceso, Aznavour publicaba una carta en la que se abría en canal y explicaba cómo su padre y su madre pudieron escapar a la tormenta”, aunque “no ocurrió lo mismo con el millón y medio de armenios que fueron masacrados, degollados y torturados en el que fue el primer genocidio del siglo XX (...) Los gobiernos turcos que sucedieron a los verdugos de 1915 practicaron por décadas un negacionismo de Estado”.
Conciencia social
“Durante años, el crimen fue considerado como pagado. Hubo que esperar a 1980 para que las naciones comenzaran a reconocerlo. En puntas de pie, a media voz. Primero lo hizo el Parlamento europeo, en 1987. Francia con una ley promulgada el 29 de enero de 2001, seguida por una veintena de Estados. Y el Vaticano hace algunos días. Como descendiente de las víctimas, y sobre todo como personaje público, siento que una responsabilidad particular me incumbe. Cargo el peso de su infinito sufrimiento. Los muertos están sin defensa. Un mandato moral me une a ellos (...) y creo que es deber de cada armenio preocuparse por ellos.”, añadía en el texto.
También establecía una unión entre lo que ocurrió entonces y el presente de oriente medio, cuyas atrocidades “hunden sus raíces en los abominables actos de 1915, de los cuales la región guarda no solo los estigmas sino también la memoria. Dichas atrocidades proliferaron bajo la norma dominante que se instauró desde entonces. Un modelo que ha hecho creer que el desatino del más bárbaro siempre terminará por imponerse”, zanjaba.
Era imposible disgregar su labor como artista de la del activismo político, especialmente por la memoria histórica de un genocidio que sigue sin ser reconocido en muchos lugares, y que ha perdido hoy su voz más reivindicativa.