Sonaban guitarras rockeras en los primeros acordes antes de romper en flamenco de ese que le canta a los amores apretaos. Dos mujeres con pantalones y camisas de campana bailan sin ton ni son en una explanada blanca y rosácea, como en medio del cielo que no existe. La coreografía es una, descargada y performática: sólo el mismo meneo de brazos y piernas, agitadas como cócteles pero sin mover los pies de la baldosa. Había algo espídico y modernísimo en esas dos hembras hermosas y gitanas, Las Grecas, Carmela y Tina, gritando “te estoy amando locamenti”, con una neolengua entre el castellano, el caló y el puro vanguardismo malaje. “Si me aconvenzo, dame tu ausensi, que sabe a besos”.
Es el tema que ha recuperado Rosalía en el festival Coachella, la cuna del pijoterismo hipster, volviendo sofisticado un clásico himno gitano que vendió 500.000 copias allá en los setenta, cuando el esnobismo de muchos les impedía reconocer sus filias musicales. Pasó lo propio con Me quedo contigo, de Los Chunguitos, versionada por la artista catalana en los Goya. De repente los niños cools ibéricos flipaban con esos versos sencillos y suficientes: “Si me das a elegir entre tú y mis ideas -que yo sin ellas soy un hombre perdido-, ay, amor, me quedo contigo”. A ver si esto va a molar más que el trap.
Era ese imaginario -el de Los Chunguitos, Las Grecas, Los Chichos- el que pertenecía a las clases obreras de un país postfranquista. Eran los excluidos de la verbena democrática, la banda sonora de los niños malos del extrarradio, del lumpen más tierno y atroz, del cine quinqui de Eloy de la Iglesia. Era la España que el gobierno de Felipe González nunca escuchó ni promocionó porque no le interesaba lo que contaba, lo que transpiraba: él prefería a La Movida para modernizar el patio, para venderle apariencia de libertad y transgresión a Europa. El relato que se contaba a las afueras -el del extrarradio, las cárceles, los picos de heroína, los amigos perdidos y las pasiones lloradas con sangre- no era agradable. Estaba, a fin de cuentas, ideologizado, y González se dedicó a abrazar con cuidado la versión más dócil y pintona de la Transición.
A estos grupos se les silenció del discurso oficial -político- pero triunfaron inevitablemente en los estadios populares. Hoy Las Grecas se internacionalizan a lo loco gracias a Rosalía, en pleno 2019, cuando ya parecían desaparecidas del recuerdo, o desaparecidas para todo lo que no fuese la expresión cañí “ir como Las Grecas”.
A las Muñoz Barrull las llamaban así como forma de decir rápido “las niñas que cantan griego”, por la canción Sagapó, su versión de la original Περιφρόνα με γλυκιά μου, que venía a significar “ríete de mí, cariño”. Las dos hermanas terremoto las pasaron canutas: de adolescentes se trasladaron a Argentina por decisiones laborales de su padre y allí comenzaron a montar la verbena en fiestas de la comunidad española, toqueteando el rock de Jimi Hendrix y el jazz de Benson. Cuando volvieron al barrio, en 1970, y quisieron buscar trabajo en los tablaos flamencos de Madrid para salir adelante -su familia estaba en la ruina-, a Carmela la rechazaron en varias ocasiones por ser rubia. No les venía bien a nivel márketing: necesitaban a una gitana obvia, a un gitana estética, a una gitana de pura cepa para que sirviese de reclamo folclórico y exótico para los turistas. Ella no encajaba, a pesar de su raza y de su poderío.
Al final cuajaron las dos en Los Canasteros -tinte capilar mediante-, que entonces pertenecía a Manolo Caracol. Poco después las contrató Lola Flores para su tablao Caripén, donde conocerían a su futuro productor José Luis de Carlos y su futuro compositor, Felipe Capuzano. De ahí salió su primer álbum, Gipsy Rock, un éxito absoluto que no tendría secuela: ninguno de sus discos posteriores volvió a estar a la altura de esa ola. En los ochenta nada fue bien. A Tina le diagnosticaron esquizofrenia paranoide rebozada de toxicomanía y en una de sus crisis atacó a su hermana clavándole un cuchillo en el hombro.
El drama de Tina
Su vida no había sido fácil: se había casado tres veces, con trágico final. Tuvo cinco hijas, dos de ellas fuera del matrimonio -revolucionario y arriesgado para aquella época, y, muy especialmente, para los valores de su etnia-. Tres de sus crías fueron dadas en adopción, porque los padres -el primero, un hombre gitano; el segundo, un venezolano, el tercero, un iraní- se hacían los locos: negaban su apellido y desaparecían. Tina había contraído el sida, epidemia mortal del momento y tema tabú. Cuentan que era una artista de “sensibilidad extrema”: el mundo a ratos le venía grande. Visitó la cárcel de mujeres de Yeserías, para quedarse unas cuantas semanas: había robado en una peluquería de Talavera de la Reina. Residió y escapó de varias clínicas psiquiátricas.
La encontraban siempre sola, desquiciada, vagabundeando por el centro de Madrid o por las calles de San Blas. Maloliente y herida, rodeada de otros drogadictos y de prostitutas. Había perdido el brillo, pero ella intentaba disimularlo diciendo que se había "vuelto hippie". Murió en 1995, en Aranjuez, y, aunque su hermana y otras tantas artistas intentaron reconstruir la marca de Las Grecas sin ella, fue imposible. Con Tina murieron Las Grecas y su gracia única. Su relato verdadero, su idiosincrasia última era la catástrofe, no cabía el blanqueamiento. La sofisticación, el éxito y la felicidad ya no eran posibles.
Hoy, quién se lo iba a decir a ellos, 200.000 modernos de clase media-alta se entusiasman en California al son de Te estoy amando locamente, pero ahora suena diferente: quizá por esto del Estado del Bienestar. El desgarro aquel no se imita. El homenaje de Rosalía es hermoso y valiente, pero la recepción del público anda descafeinada, carente del sentido profundo de Las Grecas y de todo el retrato social que conllevaba, meramente, su existencia: gitanismo, cárceles, pobreza, marginación, drogas, hijos con padres huidos, violencia, dolor, familias desmembradas. ¿Está preparada la California cool para entenderlo? ¿Pueden las clases altas aprehender estas canciones hasta su quejío primero; o las tomarán siempre como un reclamo excéntrico? Con los símbolos malditos ocurre eso: valen sólo en su versión superficial, desprovista de mensaje. Flamenco rock para los ricos. Sin intrahistoria, que molesta.