Sólo le faltó encadenarse a los monumentos de Madrid. Y si no lo hizo fue por su carácter templado y talante dialogante. Vicente Patón, fallecido ahora hace un año, fue el mayor protector del patrimonio madrileño, capaz de frenar los beneficios privados, los intereses políticos y las corrupciones arquitectónicas que asolan al legado histórico de la ciudad.
Vicente era de piedra y ladrillo, como el edifico que le vio crecer, el convento neomudéjar de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, en Chamartín. Allí guardó su infancia, junto con sus tíos, encargados de cuidar la huerta y los inmensos campos del convento que, poco a poco, fue perdiendo extensión y vendiendo parcela. El pequeño Patón pasaba todos los veranos y los fines de semana con sus tíos, cuando el madrileño barrio era un pueblo alejado de la ciudad, en el que se levantaron las segundas residencias de los vecinos más privilegiados.
El convento fue refugio de la familia de Patón cuando huyeron de su pueblo de origen “ante las amenazas de los “vencedores” de la contienda civil”. Primero emigraron a Madrid sus tíos y después sus padres, después de que liberaran a su padre tras cuatro años preso en Bilbao. Su tío Alfredo fue conserje, hortelano y jardinero del convento, “que entonces estaba todavía nuevo, pero bastante descuidado”. Él plantó los árboles de la huerta y el jardín.
Cruzar Madrid en carro
En la huerta había todo tipo de frutales y verduras. Además de tierras de labor donde se cosechaban trigo, maíz, garbanzos, judías, alfalfa y patatas. La finca, recordaba Vicente, tenía sus eras y maquinaria de aventar, más una granja con gallinas, cerdos y conejos. Tenía también un estanque y varios pozos, cuadras para los animales de carga, con los que se cultivaba la tierra y se hacían portes. “Pocos ciudadanos podrán alardear como yo de haber cruzado Madrid por Cibeles y la Castellana en carro de caballos”, escribió Vicente Patón sobre sus recuerdos en el convento.
Hoy ya no queda nada de aquellas villas en el Paseo de la Habana yhace poco las últimas casas rurales de la Plaza de Chamartín desaparecieron. La nueva ciudad y la especulación devoró el vestigio de aquel curioso pueblo de vacaciones a diez minutos del centro. Pero seguía el convento, resistía al voraz hambre de la burbuja inmobiliaria… hasta ayer, cuando las excavadoras entraron con permiso del Ejecutivo de Manuela Carmena para acabar con los dos claustros y la iglesia de ladrillo.
El conjunto se remató en 1929 bajo las instrucciones de “la fundadora de la Orden, doña Luz Casanova, de la alta burguesía madrileña, altruista y convertida a monja”, como recordaba el propio Patón. Fue el arquitecto Críspulo Moro Cabeza quien levantó el proyecto, en un estilo que se usó mucho en construcciones populares y religiosas, “y finalizó casi de forma radical en el primer tercio del siglo XX”. Hasta que los arquitectos se olvidaron del ladrillo.
En abril de 1930 se celebraron los funerales por Miguel Primo de Rivera en la iglesia del convento y durante la Guerra Civil allí se instaló la “Radio Comunista de las Cuarenta Fanegas”.
Nuestro protagonista, que dedicó su carrera a hacer posible la sostenibilidad entre el progreso y el pasado, lideró desde 2009 hasta su fallecimiento en 2016 la asociación Madrid, Ciudadanía y Patrimonio, con la que plantó cara a la destrucción de las huellas más débiles de la memoria de la ciudad. Ayer, sus herederos fueron los primeros en alertar del desaguisado del convento.
Recuerdos de niño
Patón lo recordaba grande, pero muy sencillo. Con dos patios ajardinados y la iglesia en el eje frontal: una nave neogótica muy grande, alta y luminosa. Tenía ventanas a los dos patios y un altar con gran retablo barroco. Quizá fuera una pieza reaprovechada. Alberto Tellería recuerda que Vicente Patón le contaba cómo ayudaba a cubrir el retablo con grandes telas, en Semana Santa, para dejarlo caer en el último oficio de la celebración.
Una nefasta reforma en los ochenta acabó con el esplendor de la iglesia más concurrida e importante de Chamartín. Se hicieron forjados intermedios para transformar el convento en casa para ejercicios espirituales y hotel para turismo de grupos católicos, dado que las vocaciones desaparecían poco a poco. Además, había quedado tocado tras la venta de una gran parte de las huertas en los años ochenta para construir los pisos de lujo que hoy hay en la calle Jerez.
Una macabra metáfora
El convento, después de tanta presión inmobiliaria, quedó escondido entre bloques de viviendas. Y aunque no es una pieza arquitectónica clave, sí es un referente esencial para conocer el entorno de Chamartín anterior al año 1948, cuando todavía era municipio independiente de la capital.
Fue en septiembre de 2006 cuando el Ayuntamiento planteó por primera vez su derribo, promovido por las Hermanas Apostólicas del Corazón de Jesús. Once años después, el final es un hecho. Las máquinas pudieron demoler en unas pocas horas de actividad el 30% del convento sin protección, pero amparado por una disposición transitoria de la polémica Ley de Patrimonio de la CM de 2013.
Patón aventuró lo que hoy se hace realidad, que el mantenimiento del conjunto sería insostenible. La macabra metáfora de esta historia no acaba aquí, porque en el reciente homenaje a su memoria se propuso convertir el edificio en desuso en un centro cultural que llevara el nombre de quien había aprendido a cuidar el hecho arquitectónico del pasado (el frontón Beti-Jai, el complejo Canalejas, el Edificio España, el Teatro Albéniz y tantos otros) entre esos muros: Vicente Patón.
“Sólo diré que fue un paraíso para el niño que tuvo la suerte de vivir y veranear allí hasta alcanzar la veintena. Aquella primera etapa de mi vida me enseñó, entre otras cosas, a comprobar que se puede llevar una vida plena y feliz con recursos muy humildes”, escribió hace apenas año y medio, orgulloso de haber estado protegido por una familia acogedora y en un escenario que entonces era “muy bello”. El Patrimonio es un paraíso sin privilegios, pero con muchos defensores.