La ladera que limita con el Hospital Clínico de San Carlos de Madrid está rociada de granadas y proyectiles sin explotar de la Guerra Civil. El equipo de arqueólogos de Alfredo González-Ruibal ha llamado a la Policía para avisar del hallazgo de las tareas que iniciaron hace 12 días. En las próximas horas las tareas pasarán a depender de los Técnicos Especialistas en Desactivación de Artefactos Explosivos (TEDAX) de la Guardia Civil, que manipularán y desactivarán los artefactos semienterrados hace 80 años.
Miles de personas cruzan a diario los campos que separan el campus de la Universidad Complutense del principal centro sanitario de Moncloa por caminos sembrados de munición lanzada entre el ejército republicano y el sublevado, en el frente más activo y estable de la contienda. Hoy es una desnivel de pinos y chicharras. El sol cae a plomo y se agradece la cuesta abajo. A la inversa es una subida mortal.
“¡Está viva!”, grita uno de los siete estudiantes norteamericanos que forman parte de la excavación. La memoria está en carne viva y ellos sufragan las investigaciones sobre la Historia de España que realiza González-Ruibal, con un equipo de una veintena de personas. El curso les ha costado 4.650 dólares a cada uno y han venido a aprender los métodos de trabajo del especialista del CSIC, uno de los arqueólogos españoles más reputados en el extranjero. Ruibal acude otro verano más a la zona universitaria para preguntarle al pasado y esta vez se ha sorprendido con la cantidad de restos de la batalla: “Estamos encontrando una gran cantidad de material de la guerra a pocos centímetros de la superficie”.
Como el año pasado ninguna institución pública le ha ayudado a desentrañar el pasado. Ni el Ayuntamiento de Manuela Carmena, ni la Comunidad de Cristina Cifuentes han puesto interés ni dinero en estas tareas cuyo objetivo inicial era investigar los cimientos del antiguo Asilo de Santa Cristina, fundado en 1895, y destruido durante la Guerra Civil. Ninguna de sus partes fue reconstruida y la guerra removió la historia hasta convertir el lugar en un “nuevo estrato arqueológico multitemporal”. La Universidad Complutense le ha dado el permiso para que hurgue en sus tierras, nada más. Y el CSIC tampoco tiene dinero para la reconstrucción de un relato histórico esencial en la contienda, pero le ha cedido un coche todoterreno para llegar al lugar.
Asoman los “pepinos”
El estudiante se sorprende ante el “pepino” que asoma por el hueco que ha horadado Javier Marqueríe. Estos días ha repasado la loma norte del parque con el detector de metales. Se ha desviado de los cimientos del asilo porque hay allí un cráter famoso, provocado por una detonación de miles de kilos de dinamita republicana. Los milicianos de las cuencas mineras asturianas y de Río Tinto cavaban túneles, en dirección al hospital, bastión del ejército franquista en la línea Universitaria de Madrid, y colocaban la carga. Detonaban y hacían saltar por los aires la superficie. En el Clínico los republicanos hicieron estallar dos, que mataron a más de sesenta legionarios.
El detector ha destripado el terreno: el resto explosivo más grande de todos es un “65 metrallero”, de unos cuatro kilos de peso, cargado con pólvora y bolas de plomo, que actuaba como un cartucho de caza contra los soldados resguardados en las trincheras. Está intacto. La espoleta sobresale del suelo. El color óxido lo camufla entre la tierra a los ojos inexpertos. Lo que más llama la atención es que la rutina ha enterrado algo que está a la vista.
El paisaje minado está breado de bombas Laffite y granadas de fragmentación de tonelete, reglamentarias en el Ejército español. “Hemos encontrado cerca de 10 artefactos explosivos que no han estallado”, reconoce Javier Marquerie a este periódico. Pero hay docenas de restos de otras que sí lo hicieron. Prueba de la intensidad del enfrentamiento.
Los saldos de la I Guerra Mundial
Aparece una Brand, bomba de origen francés. En su tripa guarda dinamita. Lanzada con mortero desde la trinchera republicana. La pólvora rodea a los artefactos y tiñe de blanco las tierras que los cubren. Es un arma inventada en la I Guerra Mundial, como la mayoría de los artefactos hallados. Todo el material que no ha estallado se debe, probablemente, a su mal estado. La mayoría eran saldos de la Gran Guerra, rescatados décadas más tarde para la guerra entre españoles.
Los cálculos dicen que un 15% de la munición moderna es defectuosa, y se multiplica en el caso de la más antigua. Éste puede ser el motivo por el que la ladera está atestada de explosivos tal y como fueron lanzados. “Es la prueba viva de que al ejército republicano le vendieron la morralla que sobró de la Guerra Mundial”. Sin embargo, este lugar es un símbolo definitivo de la batalla. El estado en el que quedó el centro médico refleja la crueldad de uno de los escenarios más sangrientos de la guerra.
“Es el primer sitio de lucha urbana moderna”, cuenta a este periódico Alfredo González-Ruibal. “Ahora lo vemos todos los días en las noticias de Alepo (Siria), pero aquí sucedió la primera guerra urbana de la Historia. Mientras en el centro de Madrid los vecinos llevaban su vida de espaldas a la guerra, aquí se libraba un enfrentamiento durísimo”.
Hoy es un parque olvidado, en el que sólo hay porquería, plásticos, paseantes, tiendas de campaña de personas sin hogar, los aparcacoches del Clínico y la virgen que se encontraba en el interior de la iglesia del polémico asilo (al que iban a parar los tachados de marginales). Un agujero negro cargado de historia reciente.
El lugar donde acabó la guerra
La mayoría de estas laderas que limitan con el hospital público son artificiales, fueron creadas para enterrar uno de los escenarios más crueles de la guerra. De hecho, hay una filmación y fotografía que descubre el lugar como el sitio de la rendición del ejército republicano y punto final de la guerra civil. El 28 de marzo de 1939, y junto a las ruinas del Hospital Clínico, el coronel Adolfo Prada (chaquetón de cuero, republicano) y el coronel Eduardo Losas (con chilaba, franquista) rinde Madrid a las fuerzas sublevadas.
Cerca han encontrado una granada de mano “tonelete”. Funcionaban con mecha y había que lanzarla parapetado para no ser herido por una de las partes que se fragmentaba al soltar la carga. La granada está a un palmo de la superficie. Los expertos dicen que la pólvora está oxidada. “No hay peligro”. Ruibal explica que “encontrar las granadas a los pies del Clínico es toda una experiencia”, porque recuerda a los nuevos vecinos de Madrid que la guerra no está enterrada, que “está aún bajo nuestros pies”. En lugares por los que pasamos todos los días.
Junto a ésta aparece otra granada “de tela”, Laffite, sin reventar. Son italianas y la tela que la abraza antes de quedar “desnuda” y explotar está en perfecto estado. Tiene un tamaño de una lata de refresco, cargada con 350 gramos de dinamita. “Si te explota en menos de cinco metros te deja inutilizado. Si no te mata, te revienta los tímpanos, el bazo y algún ojo”.
La piqueta de Marquerie acaba de sacar otra. Es una granada de mortero de espiga, tiene una acción de trescientos metros. Pero las trincheras de uno y otro bando apenas están a cincuenta. Sorpresa: tiene el seguro puesto. “¡No se lo quitaron!”.