Un elefante acaba de llegar. El resto de seres van entrando en el Prado tal cual salieron hace media hora del Museo de Ciencias Naturales: protegidos en setenta y seis expositores de cristal. Grupos de aves y de mamíferos han dejado su hábitat natural. Han cruzado Madrid en línea recta, amontonados en diez camiones que avanzan en marcha fúnebre. Cargan en varias tandas y mueven los bichos hasta la puerta de Velázquez. Por el mismo lugar por el que el museo se despide de sus cuadros desde hace un año, entran los nuevos inquilinos. Acaban de cambiar su casa por la pinacoteca. Parece una funesta Arca de Noé, que embarca muertos para salvarlos del bombardeo. Tan contradictorio.
Es difícil explicar y comprender cómo un museo que ha sido bombardeado por el Ejército de Franco, la noche del 16 de noviembre de 1936, pasa por ser el más seguro de la ciudad acorralada y asediada. El Gobierno de la República ha decidido que es el mejor lugar para proteger los fondos de otros tantos museos. Y mientras esto ocurre, mientras en el Ministerio señala al Prado como el refugio ideal, sus pinturas salen desde hace meses en camiones huyendo de la falta de seguridad.
Al mes del Golpe de Estado ejecutado por Franco, el museo se cierra. Sánchez Cantón, entonces subdirector, ha ordenado echar el cierre sin previo aviso y mover y amontonar pinturas y esculturas a las salas inferiores, más seguras. A la vista, la galería principal se ha vaciado y sólo hay sacos terreros y arena contra las bombas incendiarias. Si tratas de apagarlas con agua, se avivan. Una sorpresa del ejército franquista. Y una semana antes del bombardeo, el Prado se vacía. Un museo seguro para unas cosas, peligroso para otras, con miles de pinturas rumbo a otra ciudad, a Valencia, en camiones que circulan a menos de 15 km/h, con las luces casi apagadas y bajo riesgo de muerte.
Dignidad en las últimas
El elefante es el único animal que aparece sin vitrina. Levanta la cabeza, sube la trompa, mantiene la boca abierta. Quieto. Es un admirable rumor exótico, que hasta hace unas pocas horas recibía todos los focos del centro de la sala principal del museo de Ciencias. Lo mueven entre varios, subido a la carretilla, y lo sueltan en la rotonda principal, junto a las esculturas romanas de mármol de Júpiter tonante, Hércules, Diadúmeno y Deméter. La taxidermia nunca logra la serenidad eterna, este elefante ha sido castigado para la posteridad sin gota de dignidad.
Al bicho lo han colocado casi rampante, como los caballos encabritados de las estatuas de los monarcas barrocos. En su falsa quietud parece llamar a alguien. Quizá a la madre, porque es un elefante cría. No está encerrado en una jaula de cristal, pero tampoco podría salir corriendo por culpa de esos tornillos. Lo anclan a una peana de madera donde se sostiene como un títere.
Los operarios terminan de colocarlo y continúan con el trabajo. Hay jaleo para llevar las vitrinas a sus salas. El pelele atornillado, con relleno de trapo, ha quedado varado a un lado. El elefante, como los trabajadores del museo, como los españoles envueltos en una Guerra Civil, son carne de taxidermia. Muchos de ellos serán exterminados e introducidos en vitrinas, con una cartela en la que se leerá: “Ejemplar de comunista español, especie exótica invasora en la biodiversidad española. Extinguido en el primer tercio del siglo XX”.
España se ha convertido en un calcetín con relleno, cuya mayor esperanza es la agonía de la supervivencia. En su actual vida fallecida, el elefante cría está deformado, hinchado por partes, convertido en una decepcionante ilusión disecada. Ni siquiera el tono gris de su piel parece real, ha desteñido en un azul desvaído. El lomo es desigual y las costuras desgastadas pierden material. Las carnes han quedado colgando, como paños usados. Y ahora, 80 años después, reflota de los archivos del Museo del Prado, que ha digitalizado sus documentos en papel para hacer accesible su memoria desde la web.
Aquel 20 de diciembre de 1937, los operarios de los dos museos bajan de los remolques el animalario poco a poco, tienen una larga tarea por delante. Los milicianos no dan crédito al espectáculo del desembarco. Imaginamos sus bromas, sus risas. Alguno alardearía con sus fusiles, apuntando a las piezas sin refugio ni escapatoria, como si sólo tuviesen puntería con muertos colocados a huevo, igual que el marqués en un coto de caza.
Una historia de cine
La cría de elefante seca no descansa junto al resto de animales apiñados contra las paredes. Sólo ha llegado una foto de aquel movimiento surrealista, con la escena más cinematográfica creada por la Historia y que ha pasado desapercibida hasta nuestros días. Ni una sola película, ni un solo relato ha hecho referencia a este acontecimiento por el que Hollywood pagaría millones. Se tuvieron que inventar The Train (1964), protagonizada por Burt Lancaster, que trataba de reventar el más grande de los robos nazis: el del Louvre.
La foto que ha sobrevivido muestra la escultura de Carlos V, que Leone Leoni trabajó con tanto detalle en mármol negro, que emerge de un tumulto de sacos terreros, protegida por un andamio levantado con cuatro palos, como el baldaquino de la cofradía más pobre. Ese dichoso andamio de palillos vaticina el soplido de un obús. El emperador se ha convertido en una delicada porcelana oscura y al fondo, pequeña, casi indescriptible, una de las vitrinas.
El trasiego de vitrinas no cesa y las reparten entre la rotonda de entrada, las salas italianas y la rotonda del siglo XVIII. Las cuatro salas quedarán abarrotadas por las vitrinas, apenas un pasillo entre ellas. Parecen un pelotón alineado y en estampida. Huyen de sus nuevos cazadores, buscan un hueco donde evitar volver a encontrarse con la muerte, que acabe por extinguirlos definitivamente.
La visión de la naturaleza muerta es sobrecogedora. Es un circo mudo. Desde una de las puertas de acceso a una de las estancias se distingue un grupo de águilas pescadoras, una loba sobre nieve, una nutria devorando un pez, un grupo de flamencos, otro de águilas reales, de águilas calzadas, de gaviotas del Polo, de zancudas, un pelícano. Acaban de llegar más trabajadores del museo, atraídos por el espectáculo. Unos observan el detalle de la urna del pequeño martín pescador con su cría, las palomas y tórtolas, otros se acercan a los búhos y milanos, al grupo de marabúes, las gaviotas negras, hay un cuervo con un zorro, el mochuelo con el lirón y unas cuantas águilas imperiales.
Muertos vivientes
Entre todos hay fauna africana y algún animal de los que anidan a unos kilómetros, en la Casa de Campo. Son seres frágiles, aislados en sus cápsulas de vidrio. Ahí están, junto a miles de cuadros y esculturas, como títeres condenados, apenas sombras amaestradas que interpretan lo que debió de haber sido su vida ideal. Un oso gris del Himalaya. Cada uno en su papel de libertad acartonada. Ellos también son muertos vivientes.
Ese oso, como el de la escena sangrienta que pintó Frans Snyder, de la que el museo conserva una copia. La caza del animal es muy despiadada y, desde luego, muy atractiva por su brutalidad: una jauría de perros, fibrosos y desatados se abalanza sobre el oso. Tratan de derribar a la bestia salvaje, en una lucha desigual. Los perros, sicarios de los cobardes escondidos tras las ramas, obedecen órdenes sin atender a las consecuencias de la operación suicida. La sangre fluye a borbotones.
Es cierto lo que dicen: que el mundo nace cada día y se puede acabar de inmediato. Cuando menos lo esperas, el día va y explota en tus narices. Cuando la paradoja y el absurdo se magrean con la realidad, logran que por la misma puerta por la que escapan los cuadros de su museo entren centenares de animales. La taxidermia ha hecho de la libertad un suvenir y de este día algo inesperado. Una sorpresa gigante, que confirma que la vida es ilegible. Pasa y desaparece y no hay quien pueda traducirla ni ordenarla.