Las guerras se acaban y cuando se acaban, ¿qué se hace con las guerras? Se tiran a la basura. Literalmente, se esconden en un agujero y cada uno a su casa. Luego, las persecuciones y represión. Ese día, el uno de abril de 1939, sigue aquí, enterrado en las lomas del cerro coronado por el Hospital Clínico, en Madrid, donde el frente de la Guerra Civil estuvo activo los tres años de batalla. Hasta que se acabó y todo se desmontó. Y se enterró al momento.
El lugar fue alterado de inmediato: este parque que pisamos, por el que pasean perros y dueños, estudiantes camino de la Facultad, es falso. Hace ochenta años decidieron hacer desaparecer aquel sitio tan marcado, completamente devastado y envuelto en muerte. Lo cubrieron con toneladas de tierra, modificaron el paisaje y la memoria. Borraron todo lo que allí había ocurrido. O casi todo. La mayoría quedó sepultado en las profundidades, como olvidado. Una metáfora netamente española que el equipo de Alfredo González-Ruibal está empeñado en reflotar a pesar de la escasez de terreno original que se conserva.
Javier Marquerie acaba de encontrar otra bomba. Es una Brand, de origen francés. En su tripa guarda dinamita. Esta no. Ni siquiera tiene la espoleta. Posiblemente, no fue lanzada desde el mortero de la trinchera. Sin la pólvora las tierras que la cubren no se han teñido de blanco. Es un artefacto inventado en la I Guerra Mundial, como la mayoría del resto de armas halladas. Eran saldos de la Gran Guerra, rescatados décadas más tarde para la guerra entre españoles.
Pero la bomba sin estallar y sin peligro está en el frente rebelde, clavada en un pozo por el que debieron vaciar toda la guerra. Por ahí hicieron desaparecer los restos, como una escombrera de la barbarie. No han hecho más que empezar a hurgar y han encontrado todo tipo de objetos, incluido un fragmento de vidrio de una botella rota de Coca Cola. La marca de bebida se había instalado en Barcelona, unos pocos años antes del Golpe de Estado.
Desactivar la memoria
El equipo de González-Ruibal ha llamado a la Policía para advertir de los hallazgos explosivos y los Técnicos Especialistas en Desactivación de Artefactos Explosivos (TEDAX) de la Guardia Civil manipularán y desactivarán los artefactos semienterrados hace 80 años. La herrumbre cubre la bomba, que limpia el arqueólogo hasta dejar su esencia a la vista. El objeto es venerado como un hallazgo tarteso. A fin de cuentas, trabajar con la muerte, tocarla y recuperarla moribunda, convierte este trabajo y esta excavación en algo terriblemente real.
Aunque las bombas, proyectiles, granadas y morteros que han encontrado suelen estar a ras de suelo, la mayoría de los restos sigue a metros y metros de la superficie. Podrían estar bajo alguna nueva Facultad de la Ciudad Universitaria de la Complutense. Sobre los despojos de la guerra y la barbarie, la educación. Otro buen símbolo del triunfo de la civilización. Sin embargo, no sólo de metáforas vive el ser humano. Ni los arqueólogos.
La última campaña
Han pasado once años desde que el investigador organizara la primera campaña de verano con trincheras, para rescatar la memoria popular de la guerra. Popular, porque le interesa la vida en el frente. Quiere saber lo que comían los soldados, lo que pensaban, lo que bebían o cómo se distraían. Él quiere arañar lo pequeño de la guerra, lo más significativo. Y con el reconocido arqueólogo llegan este año 21 estudiantes. La campaña la pagan los nueve alumnos de los EEUU que quieren aprender con González-Ruibal. De las fuerzas políticas sólo ha obtenido eso, metáforas. Ni un euro de financiación pública para el científico que trabaja sobre el pasado a ras de suelo.
Nunca ha obtenido una ayuda del Ayuntamiento ni de la Comunidad de Madrid. Y esta vez será la última. No habrá más trincheras. Continuará con otros yacimientos y deja todos sus hallazgos, descubrimientos y conclusiones a disposición de quien los necesite. Quizá algún día algún partido político en el poder piense que estas laderas pueden convertirse en un centro de interpretación de la guerra española. De momento, no. Hay mucho interés, pero poca voluntad política.
Habla sin amargura ni rencor. Simplemente ha agotado su proyecto científico. “Si alguien me pide excavar una fosa iré sin pensarlo, pero este proyecto ya está cerrado”, cuenta el arqueólogo que el año pasado llevó a sus alumnos norteamericanos al Valle de los Caídos y fue expulsado del recinto por Patrimonio Nacional.
El científico del CSIC retiró unas flores sobre la tumba de Franco y José Antonio. No quiso consentir ese homenaje a la memoria del franquismo, tal y como se especifica en la Ley de Memoria Histórica de 2007. Lo echaron del monumento sin dar explicaciones, mientras los alumnos miraban la escena sorprendidos. Este año también subirá a sus alumnos, pero va a tener que darse prisa si quiere mostrarles el monumento con toda su esencia franquista. “Deberían retransmitir la exhumación, como un partido de fútbol, para normalizar el acto”, bromea.
La última trinchera de la guerra
En la campaña del año pasado hallaron en el enorme cráter de mina que ha quedado sin cubrir al aire libre, una docena de proyectiles de artillería y granadas sin detonar. Descubrían una pieza cada veinte minutos. Este año han encontrado más restos de granadas, balas, espoletas y apenas llevan dos días trabajando. Fue una zona de alta intensidad bélica, porque está a tiro del Cerro de los locos (un observatorio republicano en la Casa de Campo) y la Dehesa de la Villa (una batería de artillería).
Pero este parque encierra, sobre todo, la intimidad de los que pasaron por la última trinchera de la Guerra Civil. Está ahí, a unos pasos. Todavía no la han abierto, pero lo harán en los próximos días. Es la trinchera que reunió a los oficiales de los dos ejércitos aquel uno de abril y se estrecharon la mano. La guerra había acabado y la cámara grabó el momento y como continuaron por la trinchera hasta desaparecer. El equipo rastreará unas ondulaciones del terreno donde podría estar el hito, frente al edificio del asilo de Santa Cristina, que en la guerra se convirtió en cantina y hoy no queda ni rastro de él.
González-Ruibal lo llama “arqueología de la identidad”, que desvela indicativos grupales como cruces, esvásticas, yugos y flechas. “Seguimos necesitando a la tribu y más que nunca cuando nos dedicamos a matarnos entre nosotros, porque los símbolos no sólo nos separan del enemigo, también nos recuerdan quiénes somos y que no estamos solos”, explica el arqueólogo.
Una verbena entre bombas
Han venido a conocer lo pequeño de la guerra, lo que define a cada uno de ellos, los que ya no están. Y junto a las treinta bombas sin explotar halladas, la “verbena”. Restos de espinas de bacalao, chirlas, los legionarios comían paella. Estaban bien alimentados a treinta metros de los tiros. Todo tan junto, las botellas de Martini y las granadas en el mismo hoyo. Entre los restos, ratas. Muchas. Y huesos de lo que comían. Lo que más, vaca. Luego, cordero, cerdo y pollo. El año pasado analizaron los restos (arqueozoología) y determinaron las preferencias del menú de los soldados de Franco. Frente a ellos, en Madrid, no había oportunidad de elegir.
El menú de los arqueólogos es lo insignificante. Lo que se pierde y nadie hecha en falta. Lo que al desprenderse de la vida de alguien, arrastra consigo un relato de vida. En estas laderas han levantado, sustrato a sustrato, la historia de España de las últimas ocho décadas: la guerra abajo. Sobre ella, una foto de carné de alguien que viste y peina como en los sesenta y setenta. Dos canicas, un Madelman y un cañón de un click. En los ochenta, apagón. Por algún motivo los vecinos dejan de venir a este parque. Los residuos reaparecen en los noventa. Ha llegado el botellón. Alfredo dice: “Nos nutrimos de las historias que nos ofrecen los objetos”.