Hay un momento decisivo en las bodas de otros, que son las cañas de antes en el bar frente a la iglesia. Si luego, cuando la barra libre, se tuerce la cosa, al menos han caído unas risas. En ese rato, lo que se ve por delante es aún una promesa intacta de felicidad. Después está el peligro. Hay gente con tan poca fe en lo de luego, que ya no la ve uno hasta la mañana siguiente. Con el fiestón de la remontada en perspectiva, Arbeloa organizó una previa frente a los Sagrados Corazones, la iglesia que está a un paso del campo. Y allí se juntó un gentío a ver pasar un autobús, que pareció que todo había acabado y había salido bien.
La televisión del club ofreció una retransmisión precisa del trayecto del hotel al campo. Fue un recorrido apresurado, con tramos en sentido contrario y sirenas de policía. El Madrid hace años que llega tarde a esta parte de la leyenda que hace que, pese a no remontar siempre, siempre dé la impresión de que está a punto de hacerlo. Luego pasa como con la lotería, que el día que se lleva un billete con premio, se olvidan los desperdiciados. He ahí la leyenda. Como la del lotero de Sort.
El retraso con las remontadas era tanto (no sucedía desde 2002), que con la prisa a punto estuvo el equipo de entrar en la hierba siguiendo todavía a la policía. Con la ansiedad del que llega tarde, Cristiano marcó enseguida y se lanzó a agitar los brazos como si fuera a vaciar la barra libre. Entonces, se detuvo un instante para señalarse la cabeza. Hubo quien interpretó que pedía calma (faltaban dos goles y una eternidad). Pero lo que hacía era adelantar cómo iba a marcar el siguiente, un minuto después. Cuando estalló la segunda vez y volvió a agitar la grada, la grada supo que ya estaba todo hecho. Cristiano lo tenía claro. Y brillaba bajo la lluvia. Y tenía la mirada de quien te va a devorar en ese instante. Pero hubo que esperar. Y dudar.
Ya en la segunda parte sucedió un apagón. Ramos cabeceó al poste y la pelota merodeó a la espalda del portero. Ramos celebró el tanto, pero el árbitro no terminaba de señalar el centro del campo. Los jugadores del Madrid se detuvieron como si hubieran apagado la música. En la grada se dudó si empezar a vaciar el campo. Pero Cristiano decretó que la fiesta no había acabado. Aún no había hecho lo que había ido a hacer. Quedaba la falta, el tercer gol, los ojos más abiertos que los de Schillaci en Italia 90. La foto del Mundial.
Entonces, Schillaci no era nadie: un tipo de segunda que no había terminado de llegar. Esta temporada Cristiano iba rumbo de no ser nadie, porque ya se estaba yendo. Pero es un tipo que, por mucho que disfrutara la previa, no da una fiesta por acabada ni aunque apaguen la música. Un caníbal.