El partido comenzó de manera tan desconcertante para España que no quedaba claro si se trataba de un viaje al pasado o a un futuro repleto de nostalgia. Estaba todo cabeza abajo. Italia jugaba esos primeros minutos como si fueran ya casi las ocho de la tarde y se acercara el pitido final. Presionaba, tocaba, llegaba, y los jugadores españoles se movían como si hubieran salido al campo con los ojos vendados. Y sin embargo, las pocas veces que España enlazaba cuatro pases, o cuando merodeaba el área, de la grada azul se desparramaba el sonido del miedo: los italianos silbaban. La última vez que habían visto a esos tipos había sido en la final de la de 2012, y España les había ganado 4-0.
El disparate desembocó en algo insólito: Del Bosque, que se resguardaba de la lluvia en el banquillo, salió al raso y empezó a repartir broncas agitando los brazos. La cosa era para no entenderla. Sólo De Gea parecía haber localizado su sitio en el campo. Cazó un cabezazo que iba a la cepa del poste, una chilena, un mano a mano, un disparo a mano cambiada. Si aguantaba, quizá por ahí podría empezar la reconstrucción que Del Bosque dibujaba en el aire. Pero también flaqueó. Fue a la media hora. Detuvo una falta lejana de Eder, pero se le quedó el balón ahí delante, extraviado como una bala que ha golpeado una pared. Lo encontró Chiellini y adelantó a Italia.
Una cosa sí conservó España en medio de aquel desbarajuste. Pese al gol, se mantuvo fiel a su estilo; en concreto, al de la desorientación que había escogido para esa tarde en la que defendía el título en el primer cruce. Al menos hasta el descanso. Se ve que entonces Del Bosque pudo decirle a los jugadores al oído aquello que no entendían con el estadio bullendo. Entonces el partido dejó de estar boca abajo. España se pareció algo más a aquella que recordábamos de los días felices. Y también Italia a la de los suyos. La tarde dejaba de estar del revés. Pero fue como darle la vuelta a un reloj de arena: no varía el número de granos que contiene.
Ya muy cerca del final, se produjeron dos lances clásicos, como para recordar a España cómo había sido todo siempre, y adónde estaban a punto de devolverla. Para terminar de convencerla de que el buen partido contra Turquía había sido un breve espejismo. Cuando tuvo a Cesc al lado, Chiellini cayó al suelo cerca de uno de sus banderines de córner. El italiano esperó a que el español acabara de protestar para comenzar a retozar sobre la hierba.
Un poco antes, Italia había hecho una falta en el centro del campo para detener el partido y los españoles volvieron a caer en la trampa. Era el minuto 87, pero no sacaron enseguida, sino que rodearon al árbitro, como si se creyeran capaces de convencerle de que anulara aquel primer gol. Mientras se extrañaban de que sus palabras no tuvieran efecto, Pellé marcó el 2-0. Esto es algo que hacía mucho España cuando acostumbraba a irse de vacaciones en cuartos. Ahora ha aprendido a hacerlo también en octavos.