Demasiadas ediciones del Tour dominadas por los pinganillos y los equipos rodillo. Demasiadas tácticas destinadas a conservar el mínimo botín que al espectador le importan un ardite. Demasiadas etapas anhelando los ataques de lejos, los vuelcos en la clasificación y la batalla de principio a fin. Esta edición de la ronda española nos ha devuelto al ciclismo que nos gusta, al que nos aficionamos: el que nos había birlado el sometimiento del ciclista al auricular y al tacticismo imperante en los coches de los directores.

 

Pero la Vuelta de este año también tiene otros titulares. Por ejemplo, Quintana gana la general y Froome el corazón. No ha habido ningún dominador del Tour que se haya entregado de manera tan generosa en la Vuelta, de la que ya ha sido tres veces segundo. Su entrega hasta la extenuación, su cercanía y su educación están ganando el afecto de los españoles. Nairo, por el contrario, no termina de calar entre la afición. Quizá por esa máscara que lleva en la carrera con la que oculta sus sensaciones. Despista a los rivales, pero a la vez despista al espectador, al que le queda la sensación de puede dar algo más de sí.

 

O puede que este desafecto tenga que ver con la táctica conservadora del Movistar. El equipo navarro parece abonado a nadar y guardar la ropa, tal y como lo hacía en los tiempos de Indurain. Fía su suerte a un par de ataque de sus líderes, antaño en la contrarreloj, hoy en la montaña. Y esto no gusta demasiado a la parroquia ciclista, ávida de historias que pueda contar y recordar.

 

De hecho, fue Contador el mejor aliado de Quintana, con uno de sus esperados arranques, que, de forma sorprendente, siguen dando su fruto. Bien es verdad, que últimamente, el principal beneficiado no suele ser él, pero la que siempre gana es la carrera, envuelta en movimientos que generan desconcierto y cambios en las clasificaciones. Es su forma de entender el ciclismo, al ataque, aunque quizá no sea la más apropiada para sus intereses ahora que ya no es el más fuerte.

 

Si Contador hubiera corrido para terminar en el podio lo hubiera conseguido de largo, pero parece que sus principios no le dejan correr de otro modo. Como un José Tomás del ciclismo. O ganar o morir. Que, por cierto, es lo que más le sucede en los últimos tiempos. Su palmarés no engorda, pero su leyenda se agranda. Al fin y al cabo, no es ninguna exageración decir que Contador decidió la Vuelta.

 

Pero no todo ha sido positivo. La decisión de los comisarios de repescar a los 91 corredores que llegaron fuera de control en la etapa de Formigal suscitó la polémica. Frente a los partidarios de que no era justa pero necesaria, otros mostramos nuestro desacuerdo con una decisión que estaba en contra del reglamento y del espíritu de las pruebas por etapas. Hasta Froome reconoció que sus seis compañeros nunca hubieron de ser recalificados. Un borrón sustentado en los precedentes del Tour y otras carreras. El ciclismo no merece estos bochornos, así que urge dar solución a esta circunstancia de la carrera.

 

Y por último, el recorrido. Las etapas con final en cuestas cortas, pero de pendientes imposibles no son del gusto de todos. Para empezar, del de los ciclistas, que consideran desmedidas tantas llegadas en alto. Pero tampoco son bien recibidas por cierta parte de la afición, que consideran estos desniveles más propios del ciclismo de montaña. Lo cierto es que con subidas tan duras los favoritos se reservan hasta que faltan metros para la meta, por lo que las diferencias son escasas y el control se impone durante el resto de la etapa. La consecuencia es algo así como una temporada de baloncesto. El final es emocionante, pero el resto es prescindible.

 

Fue un gran acierto de la organización de la Vuelta incluir este tipo de subidas cuando buscaba nueva señas de identidad que relanzasen la prueba. Pero hemos vuelto a comprobar este año que las etapas de siempre, con puertos más largos y tendidos son la esencia de las rondas por etapas. Es hora de comenzar a dosificar los muros.