Julio Gento murió el pasado miércoles en la casa en la que nació. La casa familiar de Guarnizo donde nacen y mueren los Gento desde hace un siglo y en la que los Llorente tenemos nuestras raíces. Allí, Julio comenzó a jugar al fútbol en el verde en el que pacían las vacas y en la carretera por la que circulaban muchas más personas y animales que vehículos de motor. En los genes llevaba el veneno del fútbol y el talento que había iluminado a su hermano Paco.
Yo diría que incluso en mayores dosis. Hábil en el regate y de arrancada vertiginosa, Julio poseía una técnica depurada que, sin embargo, no pudo desbordar la comparación con la potencia arrolladora de su hermano mayor. Hay personas a las que el apellido les hace más daño que bien. No es fácil vivir a la sombra de un mito, así que el mediano de la estirpe “sólo” fue un buen profesional de los que soportan la estructura para que las estrellas brillen.
Julio recaló muy joven en el Real Madrid, que le destinó a su filial, el Plus Ultra. No había sitio para una promesa en un equipo ya obligado por su historia a ganar la Copa de Europa. En busca de su lugar en el fútbol español, Gento II pasó por diversos equipos de Primera División, como el Elche, el Málaga y el Deportivo, en el que formó ala con Amancio. Por fin, fichó por el Racing de Santander, donde jugó durante cinco temporadas.
Inconformista y temperamental, Julio era un volcán que a veces desperdiciaba su energía en pequeñas trifulcas con quien se asomase por su banda, ya fuera árbitro, linier, jugador o espectador. Como muchos adivinos, era incapaz de comprender por qué los demás no se daban cuenta de lo que para él estaba claro.
No fue hasta que cumplió la treintena cuando alcanzó la tranquilidad necesaria para dar lo mejor de sí mismo en el Palencia, club en el que recaló tras rechazar una oferta para jugar en Vigo. “¿Te vas a ir al Celta”?, le pregunté cuando colgó el teléfono. Había estado escuchando su conversación con la emoción infantil de quien asiste a un acto fundamental para el futuro del mundo. “No, está muy lejos de Santander”.
Así que, después de mucho vagar por los campos de España, su pasión por Cantabria determinó su segunda juventud en el fútbol, ya con una edad en la que en aquellos años la retirada acechaba a la mayoría. A orillas del Carrión lo fue todo, menos presidente: jugador, primer entrenador, ayudante y secretario técnico. “Hasta segaba el campo en las esquinas para que la hierba no estuviese tan alta”, me confesaba no hace demasiado.
Apasionado por el fútbol y gran conversador, disfrutaba contándolo al detalle. Hace pocas semanas, hojeando un libro de la historia del Palencia, le pregunté por sus goles olímpicos en La Balastera. “Uno de ellos fue al hijo de Carmelo (Cedrún). Ya sabía que era muy alto y le gustaba mucho salir en los córneres, así que no resultó tan difícil”, me contó con naturalidad.
Al igual que en el terreno de juego, Julio fue un temperamento en la vida. De niño, me impresionaba verle caminar tan firme y conducir su veloz Gordini con gafas de sol, como un agente secreto al servicio de Su Majestad. A veces se ponía un poco serio, como los mayores de entonces, pero le gustaban mucho los niños y nos llevaba a la playa, donde jugábamos al fútbol. Además, yo era su ahijado y me tenía enchufe.
Más tarde, ya jubilado del balón, nos acompañó en alguna de las finales europeas del equipo de baloncesto de los años 80, como en la tan recordada en la que Petrovic anotó 62 puntos. También compartimos muchas horas de deporte en la casa de Guarnizo, donde la familia se reunía durante el verano. El Tour de Perico, los de Indurain y, cómo no, los Mundiales del cántabro Freire, se vivían con pasión, pero él era el que siempre se emocionaba más.
Por supuesto, nada comparado con cómo vivía los partidos de la Selección de fútbol y, sobre todo, del Madrid. Aunque sólo llegara a vestir su camiseta en un amistoso en el que compartió delantera con sus dos hermanos, Julio fue un madridista acérrimo en casi todas las acepciones del término: vigoroso, tenaz y sufridor.
Rodeado de su familia, Juluchi dedicó sus últimos días a lo mismo que dedicó la mayoría de sus años. A disfrutar del fútbol (incluso el reciente Barcelona-Alavés con su sobrino-nieto Marcos en acción) y de la compañía de los que le queríamos. A nosotros nos queda un recuerdo que no dejaremos morir nunca.