“Estoy jugando con muchos nervios en demasiados momentos, en los momentos importantes. Es algo que no me había ocurrido en mi carrera. Siempre he sido capaz de controlar mis emociones en la mayoría de los partidos. Ahora es más difícil. No es una cuestión de tenis. Físicamente también estoy bien, ese tampoco es el problema. El problema es que siento que no tengo confianza en mí mismo, no sé cómo atacar la bola, no sé cómo moverme, no sé qué hacer. Lo voy a arreglar. En un semana, en seis meses o un año, pero lo voy a solucionar”.
Es marzo de 2015 y Rafael Nadal, una de las cabezas más privilegiadas en la historia del deporte, acaba de reconocer que tiene ansiedad. Por primera vez en su carrera, el español no es capaz de controlar la respiración, se pasa los encuentros con las pulsaciones disparadas y la agitación que le come por dentro no le deja pensar con libertad, quitándole claridad de ideas y llevándole a tomar malas decisiones en los puntos que deciden los partidos. Ese agobio interior, que el tenista define como su primera lesión mental, le arrebata toda la confianza, provoca que el vestuario le pierda el respeto y le empuja a una situación desconocida: a los 28 años, el campeón de 14 grandes tiene una herida en la cabeza.
La cicatriz tarda mucho tiempo en cerrarse, pero termina haciéndolo. En Montecarlo 2016, más de un año después de diagnosticarse a sí mismo la novedosa sensación de competir con angustia, Nadal celebra el título de campeón ganando al francés Monfils en la final y completa así una de las recuperaciones más complicadas de su carrera. Este es un jugador que se ha lesionado en casi todas las partes de su cuerpo (pie, rodilla, codo, espalda…) y que ha salido de todas ellas más fuerte, siempre fortalecido.
Hay pocos deportistas que hayan aprendido a caer y levantarse como el mallorquín, protagonista de renacimientos imposibles (por ejemplo, ganó 10 títulos y volvió a ser número uno del mundo tras pasarse siete meses de baja entre la mitad de 2012 y el inicio de 2013 como consecuencia de una rotura parcial del ligamento rotuliano y una hoffitis en la rodilla izquierda). Hay pocos que tengan una cultura del esfuerzo tan firme y muy pocos que sean capaces de dejarse la vida trabajando porque es el único camino fiable para superar los problemas, sin importar lo complicados que sean.
Así, el 2016 de Nadal avanza a ritmo de crucero. Al título de Montecarlo le sigue el Conde de Godó de Barcelona y el balear aterriza en la Caja Mágica de Madrid con una inercia ganadora que le convierte en candidato a reconquistar Roland Garros, un torneo del que Novak Djokovic le eliminó con holgura en los cuartos de final del año anterior. Un golpe de mala suerte, sin embargo, lo cambia todo: durante los cuartos de final de Madrid, que gana al portugués Joao Sousa, Nadal se lesiona la muñeca izquierda y tiene que infiltrarse para jugar las semifinales ante Andy Murray, que termina perdiendo. Aunque decide jugar en Roma (cae en cuartos con Djokovic), una decisión que toma a última hora, las alarmas se encienden.
El 27 de mayo, y tras conseguir sus dos primeras victorias en Roland Garros, Nadal aparece en la sala de prensa del torneo para enfrentarse a uno de los días más duros de su vida. Sentado frente a una marea de periodistas, convocados de urgencia para una comparecencia que no estaba en los planes, el mallorquín anuncia que se retira del torneo porque sufre una lesión en la vaina del cubital posterior de la muñeca, y los médicos le han dicho que si sigue forzando va a conseguir que se rompa. A Nadal, que lleva una protección azul en la articulación, se le saltan las lágrimas y se va de París con el corazón roto: superada la ansiedad, y tras conseguir alcanzar el nivel necesario para pelear de nuevo por la Copa de los Mosqueteros, la lesión en la muñeca le cierra la puerta en la cara.
El mallorquín vive los meses siguientes pendiente de los dolores. Con los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro a la vuelta de la esquina, y tras perderse los de Londres 2012 por la lesión en sus rodillas, Nadal renuncia a jugar la gira de hierba (Queen’s y Wimbledon) porque no está recuperado del todo y el objetivo prioritario es llegar a Brasil y poder vivir como abanderado de la delegación española el desfile inaugural. Pasan los días y la muñeca no mejora. Nadal, que se entrena tímidamente en Mallorca, sin poder pegar la derecha, se monta en el avión con el resto de atletas sin aclarar si va a jugar en Río de Janeiro. A última hora, y tras varias sesiones de preparación que acaba con una bolsa de hielo amarrada a la articulación, el balear da un paso al frente y se lanza a competir en las tres modalidades de los Juegos Olímpicos (individuales, dobles y dobles mixtos, que acaba descartando), aunque ni mucho menos tiene la muñeca preparada para hacerlo.
Lo que luego ocurre no es un milagro, aunque lo parezca. Es otro ejemplo de que no habrá otro Nadal nunca jamás: tras casi dos meses parado, sin entrenarse y con la muñeca dolorida, el español se cuelga la medalla de oro junto a Marc López y pelea por la de bronce en individuales, que finalmente es para Nishikori. El peaje es muy alto, pero el español considera que ha merecido la pena: el esfuerzo de Río de Janeiro termina provocándole un edema óseo de sobrecarga en la muñeca izquierda, aunque en una zona diferente a la de la lesión inicial. En consecuencia, y tras intentarlo unas semanas más, Nadal decide poner fin a su temporada después de la gira asiática para liberarse del dolor y sanar por completo la lesión.
2017 es la confirmación de que parar fue una buena idea: Nadal regresa haciendo final en el Abierto de Australia, Miami y Acapulco, ganando Montecarlo y Barcelona, y celebrando un décimo título de récord en Roland Garros. En agosto recupera el número uno, una posición impensable que había ocupado por última vez en julio de 2014. La clave del éxito, como siempre, está en su raqueta, pero también en un ADN extraordinario que es un ejemplo para el mundo entero: todo es posible con sudor, perseverancia, humildad y pasión.