En las entrañas del Estadio Olímpico de Londres, tras finalizar decimosegunda en la final de salto de altura del Mundial, Ruth Beitia, la atleta sin fecha de caducidad, pronunció el prólogo de un adiós que parecía imposible, que no iba a llegar nunca: “Aunque la cabeza me pide saltar hasta los 80 años, el cuerpo necesita desconectar”. “No era el final que había soñado”, dijo mientras, sin perder la sonrisa, unas lágrimas desconocidas, las de tristeza, liberaban un reguero de emociones después de unos meses “horrorosos”.
Pese a anunciar que tras la vuelta de las vacaciones se sentaría con su inseparable Ramón Torralbo, su entrenador de toda la vida, para valorar si preparaban la temporada de pista cubierta o guardaban definitivamente las zapatillas de clavos, lo cierto es que aquellas palabras dejaban entrever un aroma de despedida. Los dolores, muy poco comunes a lo largo de su dilatada trayectoria, amenazaban seriamente el físico de Beitia. Por ello, la premonición de que el Campeonato del Mundo pudiera ser su última competición hizo que todo el círculo íntimo de la saltadora cántabra estuviese presente en las gradas de la pista de la capital británica.
Dos meses más tarde, alejada de la tensión de los concursos, Ruth Beitia ha confirmado que ya no habrá más Ruth Beitia, que la eternidad llega a su fin. “Quiero contaros que dejamos nuestra vida deportiva”, explicó este jueves en el Palacio de Deportes de Santander; y lo dijo en plural, usando el nosotros, porque a su izquierda se sentaba un emocionado Torralbo, la otra mitad de una pareja con 27 años de relación, en la cual el yo no existe. “Todo lo que me ha enseñado el deporte, lo que he aprendido con Ramón, me toca llevarlo a otro aspecto de la vida”, dijo la campeona olímpica.
Aquella niña que empezó en el atletismo corriendo pruebas de campo a través a las que a veces llegaba en el maletero del Renault 12 familiar de sus padres, se ha despedido, indiscutiblemente, con la aureola de mejor atleta española de todos los tiempos. Quince medallas internacionales, dos diamantes y un sinfín de galardones configuran un palmarés arduo de memorizar.
¿Cuál ha sido el secreto de Ruth Beitia?
Ruth Beitia ha perdurado en la cima de la élite deportiva hasta los 38 años, un milagro teniendo en cuenta los escollos, tanto a nivel físico como mental, de una disciplina sumamente compleja como la suya, el salto de altura. Han tenido que ser las lesiones —una tendinosis en el hombro que arrastraba desde antes de los Juegos de Río y que le trasladaba el dolor a otras articulaciones, despertándola incluso por la noche— las encargadas de frenar a la plusmarquista nacional (2,02 metros), victoriosa durante el último lustro y frente a tres generaciones diferentes de saltadoras.
La altura, una prueba tremendamente lesiva para los tobillos, las rodillas y la espalda de los saltadores, respetó a Beitia hasta la temporada pasada, cuando ese cuerpo que flotaba feliz empezó a renquear, cuando un calvario de lesiones la empujaba a competir con nervios y en un mar de dudas. Ambos son malos síntomas, pues el salto de altura es, sobre todo, una modalidad donde el componente psicológico tiene una enorme importancia. El deportista continúa en concurso hasta que derriba el listón tres veces y es eliminado, es decir, un alturero siempre pierde aunque se imponga a sus rivales.
Fue ahí, en la fortaleza mental de enfrentarse continuamente a su límite, a una barrera cada vez más elevada, donde la tres veces campeona de Europa forjó su leyenda de campeona. De la mano de su psicóloga, Toñi Martos, con quien visualizaba todas las situaciones posibles de un concurso y la forma de afrontar los momentos complejos, Beitia alcanzó una confianza formidable en sí misma, lo que le permitía disfrutar cada salto como si fuese el último, como una niña que juega y no se cansa nunca.
Un ejemplo para todos
La campeona olímpica, sin moverse de su Santander natal, sin necesidad de entrenarse en centros de alto rendimiento, es el ejemplo de que con determinación, compromiso, humildad y talento se puede llegar a ser la mejor del mundo, a cumplir un sueño. “Más allá de sus grandes logros ha difundido nuestro deporte entre los más jóvenes, dignificando el atletismo e inspirando a muchas niñas y niños”, dice de ella, “la más grande de nuestra historia”, Raúl Chapado, el presidente de la RFEA.
No puede haber otra cosa sino palabras de agradecimiento y admiración hacia Ruth, la saltadora que perduraba mientras sus rivales —Hellebaut, Vlasic, Chicherova o Di Martino— desaparecían. El hueco que descubre es enorme, asusta asomarse a él, pues no habrá otra atleta como Beitia, el faro que iluminaba al atletismo y al deporte español.
Aquel interminable epílogo que se abrió en 2012 después de colgarse una cruel medalla de chocolate en los Juegos Olímpicos de Londres se cerró el pasado verano sobre el mismo tartán con una página jamás soñada, que no estaba en el guión. Sin Ruth Beitia se apaga una época y se abre una realidad incierta, donde la eternidad se difumina, pero donde el recuerdo de los metales, de las sonrisas, del jugueteo con los dedos antes de saltar, de las lágrimas de emoción de la mejor, permanecerán siempre.
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