Donald Trump inicia su segundo año en la Casa Blanca con el peor índice de aprobación jamás registrado por un presidente de los Estados Unidos: menos del 40% de sus compatriotas avalan su gestión, según las últimas encuestas. Lo paradójico, a tenor de la batería de escándalos que le han explotado en la cara al magnate, son las mínimas alteraciones que se han registrado en la evolución de la opinión pública. Esto es el reflejo de la existencia de dos bandos enrocados, dos realidades totalmente opuestas: las dos Américas de la era Trump.
El comportamiento del presidente que gobierna desde su cuenta de Twitter ha perfumado todo debate con un marcado aroma patriótico, debido especialmente a sus cruzadas para señalar a aquellas celebrities que adolecen de patriotismo o cuyas conductas son supuestamente antiamericanas. El mundo del deporte y las estrellas de las grandes ligas estadounidenses no se han escabullido de las bravuconadas de Trump, pero sí han sido la comunidad que de forma más enérgica y unánime se ha rebelado contra los tuits y los insultos.
El embrión revolucionario responde al nombre de Colin Kaepernick. El exquarterback de los San Francisco 49ers fue el primero en denunciar la brutalidad policial contra los ciudadanos negros. Para ello optó por hincar la rodilla en el suelo mientras sonaba el himno estadounidense antes de cada partido. “No me voy a levantar para mostrar orgullo por la bandera de un país que oprime a las personas de color”, dijo. Su gesto, que venía a simbolizar el Black Power del siglo XXI, terminó por convertirle en un apestado, un mártir, sobre todo teniendo en cuenta que ningún equipo de la NFL ha querido —o se ha atrevido a— ficharle esta última temporada.
Septiembre, el mes de la revolución
Con Kaepernick alejado de los terrenos de juego —tan sólo algún que otro jugador, y mucho menos mediático, había secundado sus actos de protesta—, los lemas Black Lives Matter y I can’t breathe, impresos en las camisetas de calentamiento de LeBron James y muchos más, se convirtieron en la vanguardia del activismo político-deportivo.
Sin embargo, no fue hasta el pasado mes de septiembre cuando estalló la revolución del deporte contra Trump. Después de que Stephen Curry afirmase públicamente que no acudiría a Washington con el resto de sus compañeros de los Golden State Warriors para hacerse la tradicional foto como campeones de la NBA —varios jugadores de los New England Patriots también se habían rebelado porque no se sentían “bienvenidos” o “aceptados”—, el presidente, en una de esas mañanas en las que se despierta y comienza a fulminar a sus enemigos desde la cama con Fox News de fondo, tuiteó: “Ir a la Casa Blanca es un gran honor para un equipo campeón. Stephen Curry está dudando. ¡Por lo tanto, retiro la invitación!”.
Rápidamente, LeBron James salió en defensa del base de los Warriors: “Tú, golfo”, escribió en respuesta a Trump. “Curry ya dijo que no iba, entonces no hay invitación. Ir a la Casa Blanca era un gran honor hasta que apareciste”. Otras voces autorizadas de la NBA también se pronunciaron en contra del magnate, como Draymond Green, que se preguntaba “cómo este tipo dirige nuestro país” o Kobe Bryant: "Un presidente cuyo nombre sólo crea división e ira, cuyas palabras inspiran discordia y odio, difícilmente puede hacer grande a América de nuevo”. En cuanto a los entrenadores, Steve Kerr, de los Warriors, y Gregg Popovich, de los Spurs de Pau Gasol, han sido especialmente críticos con Trump. El último técnico le ha calificado recientemente de “cobarde sin alma”.
Espoleado por la bronca que se estaba montando, el líder republicano no cejó en su empeño de criminalizar a los deportistas y disparó horas más tarde contra el fútbol americano. Ese mismo día, el 23 de septiembre, en un mitin en la localidad de Huntsville (Alabama), Trump sobrepasó cualquier límite llamando “hijos de puta” a los jugadores que se arrodillaban al sonar el Star-Spangled Banner y pidió a los fans que boicoteasen los partidos. Había emprendido previamente fuertes embestidas contra Hillary Clinton, Kim Jong-un, los actores de Hollywood o el exdirector del FBI, James Comey, pero no en términos tan soeces. Literalmente, dijo: “No os gustaría ver a uno de los dueños de la NFL, cuando alguien no respeta nuestra bandera, decir: ‘Quita a ese hijo de puta del campo ahora mismo. ¡Fuera! ¡Estás despedido!’”.
La respuesta colectiva fue sin duda una de las imágenes del año: todas las franquicias de la NFL decidieron poner rodilla a tierra o entrelazar sus brazos durante la ceremonia del himno en señal de protesta. No sólo fueron los jugadores, sino también los directivos, muchos de los cuales son reconocidos amigos del presidente —según datos de la Comisión Electoral Federal, los dueños de la NFL contribuyeron con ocho millones de dólares a la campaña republicana de 2016—. Hubo también dos equipos que se quedaron dentro del vestuario. Ningún colectivo se había enfrentado al magnate con semejante muestra de unidad.
Cambio de paradigma
La llegada de Donald Trump a la presidencia ha significado un cambio de paradigma en la relación entre política y deporte. Si bien las reivindicaciones de las grandes estrellas estaban enfocadas a denunciar la desigualdad social y el racismo que impera en buena parte de la sociedad estadounidense, el presidente ha desviado el debate a una mera cuestión de patriotismo contra antiamericanismo. O sientes orgullo por la bandera y la respetas o estás traicionando al país.
Esos que concuerdan con la línea de amenazas de Trump representan una actitud racista en absoluto sutil, como señalaba Tim Layden en Sports Illustrated hace unas semanas: “Hay una subcultura no insignificante de fans en EEUU (la mayoría blancos) que entienden el deporte como su derecho a beber cerveza mientras son entretenidos por deportistas (la mayoría negros) que ponen en riesgo sus cuerpos y sus cerebros pero que deben tener el pico cerrado o si no ser reemplazados”.
El enfrentamiento entre ambos bandos, como indican los expertos, se ha acrecentado debido a las redes sociales. A una estrella de la NBA o la NFL, con millones de followers, le resulta tremendamente difícil aislarse del debate y no manifestar su opinión contra las fanfarronerías del presidente de su país. Alzar la voz ya no es exclusivo de verdaderos símbolos como Muhammad Ali.
La furia de Trump ha desembocado en una fuerte escalada de la polarización de la sociedad y el mundo del deporte también se ha dividido en dos Américas.