La historia, a menudo, exige grandilocuencia, recintos de postín y operadores de cámaras por doquier. Sin embargo, a veces, no es necesario. En otras ocasiones, la inmortalidad llega entre el anonimato del gran público. Así ocurrió, de alguna manera, este viernes. En Alcobendas, a las afueras de Madrid, donde una chica menuda –compite en peso mínimo–, pero con carácter –“hay que pararla”, reconocía su entrenador, Nicolás González– se proclamó campeona del mundo contra la turca Oezlem Sahin a los puntos. Su nombre, Joana Pastrana, quedará insertado en letras de oro de la historia del boxeo español. Y lo que ha hecho, no tengan duda, tiene mucho mérito.
Joana, hace tiempo, decidió dejarlo todo. Fue al local donde ejercía de camarera y dijo que no volvía. Su idea: dedicarse profesionalmente al boxeo. ¿Locura? Seguramente, sí. En España, un país que goza de tradición pero no de público, ponerse los guantes y querer vivir entre las 16 cuerdas se antoja casi imposible. Es, de alguna forma, algo impensable. Sin embargo, ella se lo propuso. Lo quiso –mucho– y lo ha conseguido. Se proclamó campeona de Europa en dos ocasiones y este viernes lo ha hecho del mundo. Su cara, al final del combate, lo compensa todo.
Antes, sufrió mucho. Lo hizo el día que en Alemania, disputando el campeonato de Europa contra Tina Rupprecht, se rompió el segundo metacarpiano. En aquella velada, aguantó 10 asaltos con la mano rota, pero terminó la pelea y se fue al hospital. La operaron y se pasó cinco meses sin entrenar. Pero eso fue lo de menos. Después, tuvo que recuperar el aliento, desentumecer los músculos, avispar el nervio de nuevo y alcanzar el mismo nivel. Y, sobre todo, mentalizarse, perder el miedo de nuevo. Con su madre sufriendo en la grada y el resto de acompañantes –sus amigos de toda la vida– alentando a la perla de oro del boxeo español.
Pero lo hizo. Ya lo decía Jack Dempsey: los campeones no nacen de acumular victorias, sino de mirar al suelo, tocarlo y mandarlo al carajo. Los que ganan son los que se levantan una y otra vez. Y Joana Pastrana no tuvo dudas. Volvió a preparar el campeonato de Europa y no falló. Se lo ganó primero a Sandy Coget y después revalidó el título frente a Judit Hachbold. Era, de pronto, aspirante a todo. Entonces, recordó las palabras de su mánager, Álvaro Gil-Casares, que le prometió que podía ser la mejor del mundo.
Entonces creció el sueño. La niña revoltosa que metía a su hermana en el cesto de la ropa sucia, aquel trasto que jugó al fútbol 7 e hizo muay thai, siguió acumulando recuerdos. Se levantó cada mañana y miró el reloj, observó el cinturón de campeona de Europa y retó a la historia dándole un puñetazo en la yugular. Y, entonces, esperó siete meses hasta conocer a su rival. Se retiró la china Zongju Cia y apareció en escena Oezlem Sahin. Y la turca, en Madrid, cayó por puntos. Sufrió mucho. Incluso, la española llegó a hincar la rodilla en el suelo en el décimo asalto. Pero, al final, alzó los brazos. Conquistó lo que siempre quiso; lo que nadie tiene.
Joana lo merece. Toma el relevo de María Jesús Rosa (lo hizo en 2003 en peso minimosca). Después vendrán otras, pero ella es la que decidió hacer boxeo cuando nadie lo hacía (“al principio no había ni con quién competir, éramos tres o cuatro”). Apostó por ello y ganó, entrenando con hombres, curtiéndose, para un día levantar los puños, cantar victoria, abrazar a su equipo y poder contar que ella fue campeona del mundo.
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