Lamar Odom desaparecía día sí y día también de la Universidad de Rhode Island, donde el baloncesto le proporcionaba una beca que pagaba su educación. Desconectaba el móvil y se desvanecía varios días seguidos simplemente para disfrutar de la soledad. Encantador en lo personal, cuando reaparecía alegraba a los suyos sólo con su presencia. Pero sus fugas esporádicas escondían un problema más allá de la mera anécdota.
El jugador neoyorquino siempre tuvo demonios del pasado imposibles de expulsar. Con un padre adicto a la heroína, fue criado por su abuela, fallecida en 2003. “Sé agradable con todo el mundo”, fueron las palabras de su madre antes de morir cuando él tenía solo 12 años. Palabras que seguía, y aún sigue, como si fuesen bíblicas: el ‘no’ no existe en su vocabulario. Horas después del fallecimiento de su madre se iría a jugar al baloncesto en el mítico Lincoln Park de Nueva York con su mejor amigo, también víctima de las drogas años después.
Pasados los 30 llegaría el verano de 2011 con su mejor campaña individual: más de 14 puntos, 8 rebotes y 3 asistencias por partido. Batió su récord personal en porcentajes de tiros de campo y tiros libres con Los Angeles Lakers y además fue nombrado mejor sexto hombre de la NBA. En abril de aquel año, el jugador y su entonces esposa Khloé Kardashian empezaron el reality Klhoé & Lamar. Al acabar la temporada, la NBA cerró sus puertas al no llegar un acuerdo con los jugadores para renovar el convenio colectivo y llegó el 'lockout' (cierre patronal por el que se suspende la competición hasta alcanzar un acuerdo). Odom se encontró sin una rutina, un show más que extravagante y dinero. El huracán de las Kardashian, que en su momento rellenó el hueco familiar que nunca tuvo, empujó al jugador al abismo en el que se encuentra ahora.
Cuando se arregló el problema entre la NBA y los jugadores, Odom se vio traspasado a Dallas, pero ya nada era igual. Sus números con los Mavericks hablaban por si solos. “Si en mitad de un tiempo muerto, la pantalla gigante del pabellón está anunciando un reality en el que tú eres el protagonista, algo falla”, decía un comentarista de ESPN cuando después del All Star Odom no apareció por Dallas durante unos días y la franquicia fue incapaz de dar con su paradero.
A finales de 2014 contacté con Bill Simmons, por aquel entonces productor ejecutivo de los documentales 30 for 30 de ESPN. Quería presentar la idea de hacer un 30 for 30 Short –la versión corta de estos documentales- sobre todo lo ocurrido con Odom en el Baskonia. La historia parecía, como mínimo, interesante. Con su llegada a Vitoria el baloncesto tuvo un pequeño resurgir mediático en España pasados la Copa del Rey de febrero. Pero todo fue un espejismo y pronto volvió a desvanecerse alegando problemas físicos. “La historia es más que interesante, pero ahora no es el momento […] la gente que le lleva tiene otras preocupaciones y no está preparado”, fue la respuesta.
En realidad, Lamar Odom merece mucho más que un documental sobre su mes en el Baskonia, seguramente uno sobre su vida, draconiana en varios aspectos, o por lo menos sobre lo que siete meses parado pueden hacer a un jugador con problemas de ese calibre. En 2013, en el Sloan Sports Analytics Conference del MIT, Stan Van Gundy contaba que en Miami diez años antes algunos miembros de la directiva tenían prejuicios con Odom porque “sabían que faltaba a clase y de vez en cuando fumaba marihuana, pero ¿quién no ha hecho algo así alguna vez?”. El auditorio reía.
Odom se debate entre la vida y la muerte tras una de sus escapadas a un prostíbulo en Las Vegas. Nunca podría hacer daño a nadie más que a sí mismo. Con todos los jugadores de la NBA llorando su posible pérdida, muchos lamentan que nunca se negase a nada. Al igual que respondieron en ESPN: no era el momento. Pero quienes le conocen sabían que no llamaría, que se enterarían de repente. De momento ha abierto los ojos y respira sin asistencia. Con daños posiblemente irreversibles en su sistema, muchos esperan esa llamada que quizá nunca llegue.