Apenas vimos un Clásico. El Barcelona salió en tromba y el Real Madrid se disolvió al instante, vaciado de contenido por las continuas pérdidas de balón. Con su objetivo enfocado en la defensa, Pesic ejecutó lo que siempre desea, maniatar a Campazzo e inutilizar el acorazado blanco. Aun así, ni el principio del partido ni Mirotic fueron decisivos, pues el Madrid desperdició muchas ocasiones de rehacerse y el montenegrino se exhibió a toro pasado, cuando las cifras y las actitudes ya eran muy favorables para su equipo. Eso sí, nos brindó algunas de las canastas más brillantes de una noche opaca del Real Madrid.
La solución de tantas veces fue el problema del peor Madrid en mucho tiempo: Campazzo se mareó en su propio torbellino. El argentino es, con probabilidad, el base más completo de Europa, aunque arrastra un defecto de sus primeros años en el baloncesto en los que jugaba más como un anotador que como un director. Esta querencia nubla pasajeramente su sentido y, de paso, el del equipo, que depende de su acierto y de su visión para carburar. Con Campazzo enredado en su tornado y con Llull ausente, el Madrid fue un equipo desorientado, extraviado en un perenne individualismo la mayor parte del encuentro.
Bien es cierto que el Real Madrid dio la impresión de no aplicarse todo lo que es capaz. En los últimos tiempos, los Clásicos de mitad de temporada caen de parte de quien más los necesita, dada su relativa importancia. Una victoria sobre el encarnizado rival siempre ayuda a alejar los malos espíritus y a tranquilizar a los impacientes que miden las inversiones. El Barça salió con la necesidad de conocer si eran capaces de ganar a los blancos, mientras que el Madrid se desempeñó con la tranquilidad que proporcionan diez victorias seguidas en la Euroliga.
Lo perverso de estas rachas es que suelen contagiar una sensación de imbatibilidad que se transforma en acomodamiento imperceptible: no importa la predisposición previa porque la superioridad ya está demostrada y, tarde o temprano, el partido caerá del lado habitual. Sin embargo, los despertares suelen ser bruscos y las bofetadas hirientes, pues el rival no descansa, mucho menos cuando la necesidad le acucia. El Barcelona estaba venciendo, pero le urgía conocer si podría derribar la estructura más sólida del equipo de Laso. Ahora ya sabe que no son imbatibles.
En resumen, los azulgranas salen reforzados y los blancos vuelven a casa con el escozor de una derrota en la pista que nunca querrían perder. No creo que haya motivo de preocupación madridista, pues la de ayer fue una situación clásica en el baloncesto moderno, en el que hay tantos partidos que la desconexión, por necesaria, se produce de forma imprevisible.
Para mi desagrado, la afición también quiso ser protagonista, y lo fue de manera grosera y censurable. Desconozco si la postura fue una venganza por lo ocurrido en el Palacio madrileño hace unas semanas o surgió de manera espontánea, aunque los "y tú más" que se lanzan en las redes sociales sólo tienen una perdedora: la deportividad en la que creemos todos a los que nos apasiona el baloncesto. Si alguien tiene la necesidad de insultar, es que no está en la grada por el deporte, sino por otros motivos que mejor es orillarlos. Váyanse.