Me pilló la noticia del terrible y trágico fallecimiento de Kobe Bryant escribiendo una columna que pretendía ser polémica y tocapelotas, ya que echaba un poco de menos esa faceta canallita mía, cuando varios pantallazos de la noticia, que compartía en primera instancia el portal TMZ, golpearon mis redes compulsivamente.
La primera vez lo abrí, viendo la imagen en miniatura, con, lo juro, la esperanza de que apareciera el negro de WhatsApp. Al no hacerlo, y vuelvo a jurar, volví a abrir esa misma imagen porque seguía considerando más plausible que un colega quisiera colarme el pollón a que uno de los mejores deportistas de todos los tiempos hubiera muerto en un lamentable accidente de helicóptero.
Pero no. La tragedia era real. Es real. La gente se muere, tío. Nadie está exento de esa posibilidad que al final siempre es un cien por cien. Y Kobe se ha muerto. Y fin. No es que la vida sea una mierda, que a veces también, es que funciona así. Todos morimos. Algunos, de viejos; otros, como Kobe, cuando no toca. Pero todos. Y yo siento que tengo que soltar aquí lo que me sale de dentro para tratar de vencer un poco a ese sentimiento tan incómodo que se ha agarrado a mi nuca y amenaza con dar un salto al lagrimal.
No veréis aquí muchos datos sobre todos los puntos, asistencias, títulos y MVP’s que consiguió Kobe Bryant. Todo eso da un poco igual. Y da un poco igual porque podría no haber conseguido nada y seguiría siendo lo que es. Lo que fue. Una auténtica leyenda del baloncesto. Del deporte. Un tipo de los que te obliga a trasnochar. De los que hubiéramos hablado igualmente a nuestros nietos aunque no hubiera muerto antes de tiempo. Un jugador de los que sientes tuyos, seas del equipo que seas y seas del país que seas.
Kobe era universal. Y era de todos. Incluso de los que le considerábamos un pretencioso por querer ser el nuevo Jordan. Y no lo fue. No lo fue porque no lo necesitó. Fue Kobe Bryant. Y ya era leyenda desde hace mucho. Y lo bueno de las leyendas es que son eternas y da igual si su cuerpo está o no está.
Decía Alejandro Sanz, que acostumbra a decir chorradas como pianos pero esta me gustó, que el mejor homenaje que le podemos hacer a los que se van es seguir viviendo. Y no se me ocurre mejor homenaje para Kobe que seguir emulándolo, tratando de imitarlo, de alcanzarlo. Recordarlo. Hablar de él. Ponernos su camiseta. Y seguir viendo y disfrutando del baloncesto con pura pasión.
«Me parece muy triste que Kobe se haya muerto, amor, pero el niño no se duerme y no para de llorar», escucho desde el salón. Y así, con Pablito en brazos y yo secándole las lágrimas con mis dedos, termina el erizamiento de piel que tenía en la nuca desde que hace una media hora recibí el primer mensaje. Y conecto con la realidad.
Esa realidad en la que tenemos que levantarnos cada mañana temprano, trabajar, cumplir con nuestras obligaciones y querer mucho a los nuestros. Porque ese es el mensaje positivo que siempre tenemos que sacar de cada tragedia. Sed amables, sed cariñosos. Ayudad a vuestra gente. Sed buenos hijos, buenos hermanos, buenos padres o nietos. Porque la vida, en ocasiones, es una hija de puta traicionera que te espera a la vuelta de la esquina para arruinarte la existencia.
Hasta siempre, leyenda.