Como un latigazo en las entrañas, como un martillazo en una herida mal cerrada, en una cicatriz que duele cuando cambia el tiempo o los acontecimientos te arrollan. Cuando le da la gana. Apenas saludé en un par de ocasiones a Kobe Bryant, pero si algo tiene el deporte en nuestros días es que te mete a los héroes en casa. Sobre todo, la NBA, que cada decenio eleva un par de mitos a los altares domésticos.
Además, Los Ángeles Lakers fueron el equipo de España, cuando Pau Gasol se trasladó a California para conquistar un sueño dorado con el equipo que se viste con el color del sol. Nos vimos todos los partidos durante cuatro años, y a Pau y a Kobe cotillear el partido en español para que los rivales no se percataran de sus cambios tácticos. Le gustaba España y el fútbol y eran como hermanos. ¿Qué más podía pasar para que lo admiráramos sin condición? Se convirtió el jugador de la NBA más querido, pues rugía como los héroes y jugaba como los dioses.
Con los dos ganamos dos anillos y el baloncesto español, después de ser campeón del mundo también conquistó la NBA. Con Pau… y con Kobe. Aunque luego nos colocó dos rejonazos en las finales olímpicas de Pekín y Londres, incapaces de detener su pasión anotadora. Estuvimos muy cerca, pero Kobe no conocía amigos en la cancha y no dejaba pasar una ocasión en la que cazar una presa. Se lo perdonamos, porque al final del partido se abrazó con los jugadores españoles. Con su "alter ego" Juan Carlos Navarro, Marc y su hermano Pau, que hoy le llora sin consuelo. Ya los había visitado en la villa olímpica antes de la final.
El deporte establece lazos que duran toda la vida, como los del colegio. Será porque sigues jugando, será porque se viven las victorias, las derrotas y hasta los entrenamientos, con la pasión desmedida que requiere intentar ser mejor cada día. A la mayoría de los amigos de la infancia los pierdes de vista, pero este bendito juego tiene la capacidad de reunirnos cada poco para reanimar nuestras vivencias. Tampoco hay en la vida muchas cosas tan estables...
Por eso, el baloncesto y el deporte lamentan su pérdida. Sus compañeros más cercanos lloran, y millones de jugadores y aficionados en el mundo sentimos la muerte inesperada, la que golpea para aturdirte tanto que incluso quieres buscar explicaciones. Sin embargo, el destino nunca las ofrece, y nos planta una bofetada para decirnos que nuestros héroes son de carne y hueso, como nosotros. No importa que se llame Kobe Bryant, ni que haya llenado las canchas y los hogares de intensas emociones y esperanzas. Así, de paso, nos recuerda nuestra insignificancia, el hilo del que pendemos
La tragedia se vuelve más descarnada cuando nos enteramos de que viajaban también su hija Gianna, de 13 años, y una compañera y su padre. Iban a jugar al baloncesto, la pasión de Kobe, la pasión de Gianna y de los que iban en el maldito helicóptero en el que el fantástico jugador se movía por Los Ángeles desde hacía años para esquivar el tráfico infernal.
Fue un domingo en la cocina, cuando la tarde da paso a la noche y seguíamos con nuestro carrusel de partidos a la espera de las voces de Antoni Daimiel y Guille Giménez. El Estudiantes acababa de ganar al Unicaja y escuché la llamada urgente y alarmada de la voz de mi hijo Juan: "¡Papá ven!". Siempre me acordaré de este infausto día, porque nunca olvidas cuando muere joven un mito. Nunca olvidaremos el día en el que murió Kobe Bryant.