A rachas, y tras superar un frustrante comienzo, el Anadolou Efes se impuso a un Barcelona obtuso en ataque y con lagunas defensivas. La clase de Larkin y la clarividencia de Micic desbarataron la solidez azulgrana, mientras ofrecían otra lección magistral de juego y superioridad. Sólo la combatividad aupó de forma insuficiente al Barça, siempre a remolque, incapaz tras el primer cuarto.
Dos finalistas, dos estilos. La contundencia culé frente a la sutileza estambulí. Una fortaleza defensiva al servicio de un puñado de jugadores talentosos que buscaron la fluidez en vano. Al otro lado, dos artistas del juego exterior, Micic y Larkin, engrasando una máquina de última generación. Un juego ofensivo centellante, rico, con las prolíficas variantes que generan dos genios imprevisibles.
Fue uno de los comienzos más adrenalínicos que uno recuerda. Incluso los citados se unieron a la anarquía generada por la bioquímica. Ante la incapacidad de los protagonistas por dominarla se sucedían los pases ridículos, los tiros sin posición, los despropósitos continuados. El gesticulante Jasikevicius desencajaba su rostro y su rival Ataman se llevó una técnica por entrar en la cancha para cortar un contraataque barcelonista.
El Barça aprovechó este desconcierto para robar balones y correr durante el primer cuarto. Fue la única ocasión en la que dominó el encuentro, en la que impuso los principios que le sostuvieron en el liderazgo de la liga europea.
No obstante, de forma progresiva, casi con parsimonia, el Anadolou Efes se acostumbró al ritmo azulgrana en la búsqueda de soluciones para traspasar su muro defensivo. Al tiempo, su defensa, más móvil, basada más en la rapidez que en el contacto, comenzaba a ofuscar la ofensiva barcelonista.
Por aquí se perdió el Barcelona. Mientras los turcos daban con el pulso de las circunstancias, los azulgranas seguían con su guion fijo. Hasta el mítico Epi tuvo que recetar en el descanso un poco de tranquilidad a su equipo.
El tobillo renqueante de Calathes les privó de un director lúcido, incapaz, además, de detener los arranques de los pequeños contrarios. Ante esta circunstancia, nadie entiende la obcecación de Jasikevicius con Bolmaro, tan intenso como caótico. Un jugador desordenado es un problema para un equipo; cuando este jugador es el base, la solución es cambiarlo. Mientras, el solvente Hanga veía el partido desde el banquillo, una decisión que nadie entendió y que nadie entiende.
Con la defensa vulnerada y el ataque disminuido, el Efes se adueñó del curso del partido sin demasiada oposición: 48-59 y el tercer tiempo agotaba sus minutos. El Barcelona boqueaba, falto de oxígeno ofensivo, casi en agonía, a punto de entregar la vida del partido. Pero con todos sus defectos, éste es un equipo con madera de campeón, así que una explosión de sus anotadores lanzó la final a una nueva dimensión.
No obstante su empeño, Larkin y Micic se adueñaron de forma paulatina del encuentro, con el acierto añadido de Ataman, que acudió al músculo para atar el encuentro. Singleton, Anderson y Dunston acompañaron en los últimos minutos a la pareja letal, eximia. El Barcelona se resistió sin posibilidad cierta, quizás porque su inferioridad se manifestó durante todo el encuentro; tal vez porque Mirotic nunca ejerció como el líder que se presupone.