Un Barcelona con la energía de sus mejores momentos doblegó sin concesiones al Real Madrid, quebrado por el destino. Encastillado en su muralla defensiva, el equipo azulgrana cabalgó en la segunda mitad a lomos del genio de Higgins. Mientras, los de Laso se fragmentaban, víctimas de sus carencias y la ansiedad.
Aun con la profundidad de su banquillo, la plantilla blanca está desestructurada por las lesiones. Carece de un cuatro solvente desde la línea de tres puntos, imprescindible para abrir la tenaz y acerada defensa blaugrana. Tampoco tiene una pareja de bases estables, bisoño Alocén, voluble Sergio Llull. Demasiados contratiempos frente a un rival roqueño, diamantino.
No obstante las causas de su desmoronamiento, el Real Madrid dominó la primera mitad cimentado en su predominio en los tableros. Sólo Pau Gasol -que empieza a encajar como un suave y ajustado guante en la pizarra de Jasikevicius- se opuso a los gigantes blancos. Su entrada en el partido aportó, además, tranquilidad a sus compañeros y canastas fáciles a su ataque.
Su presencia, majestuosa, respetable, portadora de una historia fértil, se apropia del parqué. Nadie se resiste al embrujo de un jugador que juega cada partido como si fuera el último, que quiere decidir el final de su carrera sobre la cancha, no sobre la camilla de un fisioterapeuta o sobre la mesa de un cirujano.
En los minutos previos al descanso, el Madrid comenzó a desmoronarse por la ausencia de Tavares -economizados sus minutos por Pablo Laso-, y con Abalde en una posición que no es la suya: la de director. El bajo porcentaje en los triples se atisbaba como un lastre que no tuvo solución.
Un fogonazo de Higgins despedazó el encuentro cerrado y pastoso del primer tiempo. Como una tormenta súbita en la montaña, el alero decidió la suerte del partido en cuatro acciones, pues así es el deporte, que nunca se sabe dónde salta la llama que prende el fuego del ganador.
Mientras Higgins doblegaba a Taylor, otra batalla casi más trascendental se estaba produciendo: la de los bases. Alocén tiró por la borda su actuación con una absurda y prescindible cuarta falta apenas reanudada la segunda mitad. Dejó a su equipo herido de muerte, pues obligó a Llull a un esfuerzo desordenado para el que su cuerpo renqueante no está dispuesto. Calathes y Hanga se convirtieron en los dueños del ritmo del encuentro.
Con la energía extra de una remontada relampagueante e imprevista, el Barça multiplicó su esfuerzo. Ni siquiera Carroll – presunta solución, demasiado tardía una vez más - ni Rudy, consiguieron encarrilar al Madrid. Las soberbias aportaciones defensivas del mallorquín se malograban en una precipitación impropia de su condición de experto.
Para el segundo partido el Madrid tendrá que rectificar y afinar: limitar los errores, disminuir las concesiones. Demasiadas pérdidas, demasiados tiros precipitados y despistes defensivos. Hay que madurar los ataques, porque la ejecución sopesada no sólo concede mejores opciones de tiro, sino apertura de la defensa para mejores continuaciones. También en baloncesto, las prisas son malas consejeras.