Recién llegado Sergio Llull al Real Madrid, el entrenador ayudante y maestro de jugadores, Tirso Lorente, me respondió tajante: "Será una estrella. Cada día aprende algo nuevo". Tan aplicado fue el pupilo, que el proceso requirió un tiempo menor al habitual, pues los resultados llegaron con peso y premura. Estábamos ante más que un notable jugador de club. Asistíamos al nacimiento de una leyenda.
Pronto, Llull se erigió en el espíritu del equipo. Hay jugadores buenos, muy buenos y hasta sublimes. Luego están los imprescindibles. Los que cimentan la estructura del grupo, los que se forjan como herederos de una tradición que define a un club. Cuando el club es el más importante de Europa en fútbol y baloncesto, la excepcionalidad es la esencia del protagonista.
La forja de un ídolo nunca es lineal. Los altibajos se suceden, no importa quién seas ni cuál sea tu función. Nadie escapa a las lesiones, de los contratiempos. En la cima de su rendimiento, la rodilla de Sergio Llull se quebró mientras nuestro ánimo se congelaba.
El héroe de las canastas imposibles, el alma del equipo de Laso, el líder que insuflaba su espíritu irreductible a sus compañeros era humano. Un paréntesis desgraciado en una carrera sobre la que se cernía la incógnita ineludible del regreso intacto.
La herida dejó huella sobre el físico de Llull, ninguna sobre su carácter, templado y poderoso al mismo tiempo. Desde entonces, Sergio ha porfiado contra su limitación, en muchas ocasiones victorioso, aunque con una intermitencia antes desconocida. Grandes partidos con la Selección y el Real Madrid, también lagunas que sembraron la duda sobre la continuidad de su rendimiento.
Para alegría de los madridistas y de los aficionados fieles al baloncesto, Sergio recuperó sus mejores días en la final de la Supercopa frente al FC Barcelona, el duelo que nunca concede una tregua. Alerta con el desarrollo del encuentro, cualquier desfallecimiento de su equipo fue contrarrestado por un destello de fuerza y precisión de Llull. De tanto repetirlos, se convirtió en el faro de su equipo, en el bastión sobre el que se sustentó el Real Madrid en un desconcierto que le condujo a perder por diecinueve puntos.
Pero allí estaba el capitán indesmayable - el jugador al que no tuvimos más opción que bautizarle como el Increíble - para acudir al auxilio de su renovado equipo. Una furia que hemos visto desatarse tantas veces, que conmueve sólo cuando asoma. Hasta él mismo se conmovió ayer. Además, se sostuvo durante muchos minutos por encima de la defensa que ordenó el entrenador barcelonista: Jasikevicius, olfateó que el dominio del encuentro comenzaba a escaparse de sus manos.
El día de la feliz vuelta al Bernabéu se adornó con la consecución de un título baloncestístico, menor, pero un título, al fin y al cabo. Pero, sobre todo, con el regreso incólume de una leyenda que arrastró a sus compañeros a una remontada memorable y escribió una nueva página de su historia, que, ojalá, sea el augurio de una temporada alejado de la adversidad.