En pocas ocasiones un equipo ha manifestado una presencia emocional tan constante y fortificada para sobreponerse a su condición. El Barcelona era el favorito nítido, líder en las fases regulares de las competiciones europea y nacional. Y poseedor, además, de una plantilla millonaria y equilibrada que había derrotado en cinco ocasiones al Real Madrid de Pablo Laso, el aspirante sin opciones.
Los límites de este equipo se estrecharon al comienzo del encuentro, cuando lo más parecido a un base puro entre sus jugadores, William-Goss, quedó fuera de combate a los cincuenta y dos segundos. Impertérrito, soslayando la ausencia reciente, el entrenador madridista siguió con su plan, que comenzó con plantear de entrada un partido con pequeños, un quinteto moderno al estilo de lo que promulga la NBA.
Pablo Laso dio primero, y la entrada fulgurante del Madrid en el encuentro despejó los nervios propios de estas citas, si es que alguno corría por las vías de pupilos curtidos en estos lances. La presentación sirvió, además, para mostrar las debilidades azulgranas y afianzar la seguridad en sí mismo con la que el grupo salió de la capital, según me aseguraban fuentes próximas al equipo.
De forma, que cuando Jasikevicius y los suyos apretaron las clavijas en el segundo cuarto no cundió el pánico. Sólo fue una llamada de atención para revisar el plan principal y los accesorios, para tranquilizar el ánimo de las muñecas que no acertaban, para incidir en que la paciencia y la fluencia eran cimientos inevitables de la victoria. La paciencia ante la dureza del rival y las alternativas propias de estas ocasiones, junto a la prioridad de que el juego ofensivo fluyera, de que la circulación de balón en busca de buenos tiros y balones interiores cayeran por el peso decisivo de la actividad centrada.
Así se rehízo el Madrid en el tercer cuarto, equilibrándose tras una desventaja de trece puntos. Apretó los ataques rivales con una defensa presionante amparada en la envergadura intimidatoria de Tavares, primero, y de Poirier, más tarde. Mientras los blancos entraban de nuevo en el partido, los azulgrana salían; una puerta giratoria deportiva, que también existen por estos ámbitos, más claros, más justos.
Laso apañaba la dirección en la cancha con la alternancia convencida de Llull, Causeur, Abalde y Hanga. Sin distinción, asumiendo sus funciones, aunque justo es señalar que con el avance del partido y la llegada de los momentos decisivos, Causeur y Llull admitieron sin condiciones su veteranía, su experiencia en los momentos de la certeza.
El Barça intentaba recomponerse con Mirotic y Davis, demasiados solos demasiado tiempo. Lapprovittola y Abrines carecían de constancia, brillando en acciones puntuales que sumaban algo menos de lo necesario para su equipo. El encuentro se igualó en los últimos instantes por esa tendencia arbitral contagiosa de igualar los partidos con sus decisiones cuando no se igualan por su propia inercia, pero el Madrid dominó hasta el final el nervio del encuentro.
Su esfuerzo magnífico no fue sólo emocional, de humildad, de firmeza y estabilidad. También fue táctico, como cuando atacaron con insistencia los flancos más débiles de la muralla barcelonista. O cuando los defensores madridistas cambiaron de defendido en cualquier lance, doblando la guarda de Mirotic si obtenía ventaja de estatura en los desajustes. Y buscando el bote de Laprovittola – su gran virtud, ayer su condena – para robarle el balón y salir disparados en contraataque como exploradores celestes.
La victoria de ayer fue la más compleja y meritoria en una semifinal de la Euroliga en la era Laso. Su encuentro, vibrante, pleno de vigor físico y de creencia en las propias fuerzas, emuló los recientes de sus compañeros futbolísticos y engarzó los recuerdos de los aficionados madridistas con remontadas pasadas, presentes y futuras.