El equipo de Laso no centró sus ataques en los cinco primeros minutos, despilfarrando los réditos de una defensa ordenada. Tavares coagulaba las embestidas del rival en el que solo Micic desentrañaba como prueba la escasa puntuación de una plantilla anotadora en esencia.
En cambio, el desconcierto caló en su ataque, quizás porque la actitud inicial, involuntaria, permaneció latente durante muchos minutos. Y, tal vez, por dar rienda suelta a soluciones individuales y precipitadas, el equipo de Laso no salió de su ovillo, a pesar de sus esfuerzos.
Los aciertos defensivos se compensaban con el atasco de su ofensiva y la falta de pulso de sus lanzadores. Pretender ganar un partido con 6 aciertos de 33 intentos en el triple es como querer ganar un grande de tenis sin acertar con el primer saque o uno de golf sin concretar con el putt. Se puede, pero es tan difícil que te obliga a rozar la perfección en el resto de los ámbitos del juego
Ciertamente, el Real Madrid lo hizo, ajustándose a lo que los cánones dictan en este tipo de citas. Mostró paciencia, entereza, peleó cada balón y defendió su zona de manera admirable. Aun así, al analizar una final que se pierde por un solo punto, las lentes del microscopio nos muestran fallos infinitesimales, los triples que circunvalaron el aro sin entrar o esos balones que se tocaron y se quedaron en mano ajena. Aunque por desgracia, ni siquiera hace falta recurrir a instrumentos de precisión para determinar errores de bulto, cuando un malentendido de difícil excusa, como la gestión de los últimos segundos del encuentro.
En descargo del Madrid cabe alegar la atmósfera del partido, espesa, enredada, con una tensión que se fue acrecentando de fallo en fallo, cuando los errores repetidos convirtieron el presumido ritmo alegre de la final en tosco, lento, cada vez más pesado para los intérpretes, madridistas o estambulíes, que no acertaron a desvelar el nervio de la final.
Además, junto al desacierto que definió el partido, el desequilibrio de la plantilla afloró en el momento crítico. La carencia de un tirador puro y de un base director pesaron en la decisión del encuentro, al tiempo que pusieron de manifiesto el mal fario del Real Madrid esta temporada del que ni siquiera se libró en esta Fase Final de la Euroliga. Lesionado de gravedad el uno más claro de este equipo, Alocén, se perdió a Williams-Goss en el comienzo de la semifinal.
De forma sustancial, el Efes ganó porque en el último cuarto apareció un actor de reparto, Pleiss, -que aligeró las apreturas de su equipo–, y en el Real Madrid nadie lo imitó. Quizás, accidentalmente, porque minutos antes, Poirier convirtió una personal antideportiva a favor en una doble que no trajo ningún beneficio. La fortuna no estaba de cara para un equipo que ha sufrido numerosos contratiempos, que ha pugnado por superarlos y que ha llegado más lejos de lo que nadie previó. Una actitud indestructible que les honra y que merece ser reconocida. Ser finalista no conlleva ningún premio, pero es un logro notable.