No recuerdo en qué momento, pero el Barça - Real Madrid de ayer condujo mi memoria al quinto partido de la final de 1989. Un arbitraje vergonzoso regaló la Liga a los azulgranas ante nuestra impotencia y el silencio institucional. Clamamos en vano al final del partido –como ayer lo hicieron los lesionados madridistas Williams-Goss y Alocén-, pues las reacciones de las instituciones responsables fueron nulas. Hoy, hasta un documental de una plataforma nacional relata la medida recta de aquel latrocinio deportivo.
Qué quieren que les diga a ustedes, ayer volví a sentir lo mismo, una historia repetida. Justicieros con varas de medir para la ocasión, el Real Madrid sufrió uno de esos arbitrajes de equidad, en los que según y cuándo, a quién y dónde, la decisión vira hacia el este o hacia el centro.
Así, vimos una puesta en escena del viejo axioma del kárate-press en versión siglo XXI con la supervisión de juzgadores despistados. Ya saben: el vecino reparte estopa a diestro y siniestro y el sufriente acaba acumulando más faltas que el que empuja, agarra, usa las manos de forma ilegal, protesta y finge. De forma casual o no tanto, la desorientación del tribunal no es aleatoria, sino que se ajusta a fases precisas, a momentos necesarios, en los que –¡oh sorpresa!- la multiplicación de producción de leña es proverbial.
Fernando Martín y Drazen Petrovic, entre todos nosotros, tampoco daban crédito a lo que pasó entonces, igual que ayer Tavares, castigado sin piedad con manotazos, con empujones, con golpes de cadera que para sí hubiera querido Elvis, que quedaron impunes. Poirier sufrió algo parecido, aunque dos de las tres últimas jugadas expresan lo que ocurrió de forma repetida. Canasta de Tavares con faltas de Davies sin señalar; roce de Tavares convertido en tiros libres decisivos.
Una lástima, porque un partido intenso, denso en muchos momentos, pero con dos equipos competitivos, ardorosos, entregados cuanto podían, no merecían la intromisión de entendimientos que volcaran la suerte del encuentro hacia uno de ellos. Malentendidos groseros, desaciertos inclinados, confusiones apropiadas, jalonaron la trayectoria de brújula desnortada, lejos del punto de mira que debe regir a los responsables de que el juego fluya sin influencias ajenas.
Lo grave no fue que sucediera, sino por qué. Qué impulsa, de forma subliminal, a los árbitros a comportarse así. Porque en el baloncesto moderno, por desgracia, los arbitrajes son de vaivén, de pitar cuando es preciso y conviene a intereses que no tienen que ver con el deporte. Y ayer, se les fue la mano.
Este cronista fue uno de los ¡cuatro! jugadores blancos que terminaron el partido en la cancha aquel día de 1989. La plantilla -Fernando Martín y Drazen Petrovic, incluidos- nos retiramos indignados, conscientes de que lo ocurrido no entraba en el marco habitual de estas citas.
El orgullo de una derrota inmerecida. La indignación cundió en nuestra plantilla y en el club, sin que la labor de los justicieros provocara grandes reacciones en los medios ni, mucho menos, en las instituciones. Años después, con análisis detallados de aficionados madridistas, y hasta con un documental en una plataforma nacional, la dimensión de lo ocurrido ha quedado fijada en su recta medida.
Los que me leen desde hace años saben que apenas he escrito de los árbitros, y mucho menos con esta extensión. Pero los errores de ayer fueron groseros, de bulto, impropios de esta competición.
Dicho esto, porque hoy había que decirlo, el Madrid fue ligeramente superior al Barcelona, o quizás más que ello, pues fue aguantando el tirón arbitrario y calculado durante muchos minutos. Al Barcelona cabe elogiar su persistencia, su capacidad para jugar partidos intensos hasta el final.
Por otro lado, la densidad se apoderó con frecuencia del encuentro, quizás por su trascendencia y porque el cansancio se acumula con tantos partidos. Tras una temporada interminable, liquidar la final en un suspiro y exprimiendo a los jugadores, quizás no sea la mejor solución. Lo cierto es que fue un partido de destellos alternados con fallos impropios.