El ciclismo está perdiendo una gran parte de su esencia tradicional. Ya no es aquel deporte en el que las etapas de montaña producían grandes diferencias y las pájaras acechaban a los ciclistas detrás de cualquier curva. Hoy, el Tour se decide por los despistes o la mala suerte y los descensos producen más diferencias que los puertos fuera de categoría. Y, sobre todo, los favoritos esperan al último kilómetro para verse las caras.
Como si fuera una película ya escrita, los corredores recitan el guión un día tras otro. En las etapas llanas el pelotón permite una escapada que reduce en los últimos kilómetros previos al sprint. En las de montaña, todos miran al Sky, mientras, Froome circula tras su poderoso equipo al que el resto teme como a la banda mafiosa del barrio.
Tanto, que el británico ganó el año pasado sin lanzar un ataque en la montaña ni -¡faltaría más!-, recibirlo; y en 2015, cuando los espectadores suplicábamos a Quintana que se mostrase como el héroe que desafía al tirano establecido, esperó a la última etapa de montaña, solo para demostrar la debilidad del líder y que debería haber probado fortuna mucho antes.
La película se ha repetido en Peyreagudes, la única etapa pirenaica de esta edición que merecía este nombre. Durante 5h 50' y 212 km en la bicicleta los favoritos circularon en buena armonía, que solo se rompió en los últimos 200 metros. Una rampa del 20% volvió a demostrar que el dominio del patrón de la carrera no es incontestable. Y como el año pasado sigue sin lanzar un ataque en la montaña. Por qué sus rivales le tienen tanto respeto que cuando flaquea se escapa siempre vivo sigue siendo un gran misterio para mí. Induráin empezaba el Tour con los minutos de ventaja que le otorgaba la contrarreloj y, sin embargo, sus rivales le hostigaban con frecuencia.
Y eso que este ciclismo-control comenzó con Induráin. El navarro contaba en su equipo con grandes gregarios (Delgado, J.F. Bernard, de las Cuevas, Arrieta) que marcaban el ritmo preciso para neutralizar a sus rivales. Aún y así, la primera vez que se vistió de amarillo fue tras una larga escapada con Chiapucci, y tanto éste como Rominger, Zülle o la ONCE al completo le lanzaban ataques a menudo. El propio Induráin destrozó a Rominger y a Pantani en la subida de Hautacam. Comparado con lo que sucede en estos tiempos aquello era una romería continua.
Pero en eso consistía el ciclismo de antes. Cualquier día podía ser el último y se actuaba en consecuencia; hasta se aprovechaban los avituallamientos para romper el orden. Hoy se corre pensando en el mañana y también se actúa en consecuencia: no arriesga nadie para conservar lo que se tiene. Los movimientos que se han producido en la carrera han surgido de caídas, pinchazos y recorridos de emboscada en los que un pelotón se mueve con dificultad. Ya no vemos grandes batallas sino las guerras de guerrillas que lanza el Ag2r.
Nunca antes se había llegado a estas alturas con seis ciclistas en un pañuelo. Teniendo en cuenta las caídas que han eliminado o disminuido a otros favoritos, en especial Porte, el asunto da que pensar. Los pinganillos y los directores que juegan a conservar un puesto entre los diez primeros o cualquiera de las clasificaciones de consuelo juegan en contra de la razón de ser de la carrera: la clasificación general. Deberían reparar en que un Tour sin emoción en la lucha por el amarillo es un Tour vacío.
Pero esto es lo que ocurre con cualquier deporte cuando se les otorga a los entrenadores competencias que les permiten intervenir-interferir, más bien- en el juego. La iniciativa de los deportistas se coarta y la inspiración desaparece para dar paso a los miedos: a romper el guión, a los desfallecimientos, al Sky o a perder las migajas que se tienen. La película sigue su curso y los espectadores dormitan. O aprovechan la tercera semana o esta carrera de difícil digestión se va a convertir en el Tour de la siesta completa.