El mejor club del siglo XX se ha convertido en el equipo más complicado de entrenar en el XXI. Víctima de las continuas zozobras del ecosistema madridista, su banquillo sufre descargas periódicas que le acercan más a un cadalso que al pedestal desde el que debería dirigir el entrenador de un equipo de prestigio. Zidane ha sido el último elegido para aguantar las sacudidas que de forma fatídica zarandearán su posición tarde o temprano. Más que en un banquillo, el francés está sentado en la silla eléctrica del fútbol.
Y no creo exagerar. Al actual entrenador del Madrid no le bastará con jugar al ataque, sino que habrá de procurar que su equipo despliegue un juego atractivo y goleador. Además, tendrá que evitar que el once se disgregue, que “no se rompa” -como se dice en el argot -para que adquiera la solidez de la que carece desde que los galácticos comenzaron a asomar por Chamartín. Hay que armar un equipo abandonado a la improvisación de sus figuras, lejos de los principios del juego colectivo y que lleva tiempo sin encontrar unas señas de identidad duraderas: solo una liga en los últimos 7 años.
Siendo la cuestión del estilo una tarea peliaguda, más complicada se antoja la de contentar a todas las estrellas que cohabitan en el equipo, cada una poseedora o demandante de un escalafón propio. Más que nada porque, dada la configuración de la plantilla, hay más estrellas y estrellitas que posiciones disponibles.
Una vez encajadas estas piezas, que ya es encajar, el entrenador estará en disposición de complacer de forma pasajera a unos medios de comunicación que de un tiempo a esta parte han evolucionado del rosa pálido al amarillo chillón; a una hinchada más adicta al juego del pulgar que los romanos del imperio; y a un presidente que requiere del entrenador exigencia máxima. Es decir, se espera del residente del banquillo blanco que sea diplomático y comunicador con la prensa, carismático con la afición y cumplidor con la directiva.
Aún y con ésto, esa tarea es solo a mitad de camino, porque claro, hay que ganar partidos, muchos partidos y, lo que es casi imposible, de forma rápida. En el Madrid una derrota es una tragedia; dos, una catástrofe, y tres, la antesala del despido. Así que más vale que el equipo comience a funcionar desde el partidillo del primer entrenamiento so pena de despertar el mortífero ecosistema referido cuya razón de existir parece ser, más que ninguna otra cosa en los últimos tiempos, la caza de la cabeza del entrenador. Por último, suponiendo que salga airoso de todo estos desafíos, no solo hay que conseguir muchas victorias, sino tendrá que ganar títulos y más títulos. Y sobre todo, más títulos que el Barcelona. Si no, los goles, el juego, la simpatía, la camaradería y la personalidad no le valdrán para nada. Alguno o todos los organismos del ecosistema levantarán la veda y a rey muerto, rey puesto.
Zidane tiene ante sí una tarea titánica en la que necesitará sabiduría, tacto y suerte, mucha suerte. Hay tantas variables que no están en sus manos y es tal la premura con la que hay que conseguir las metas, que el futbolista que convirtió la ruleta en un quiebro de ballet juega ahora a la ruleta rusa. Por mucho que acierte, el fallo no es una opción. A no ser que el ecosistema se relaje un poquito, que tampoco le vendría mal al Madrid, incluso a los propios interesados. Si no, el destino del entrenador pende de un hilo. Suerte, Gary Cooper.