Cuando, como el sábado, Bale deslumbra, la duda es si va a destruir antes al rival o a sí mismo, y apagarse otra vez. Padece ese raro mal de algunos genios que consiste en que cuanto más excavan hacia el corazón de su propio talento, más se calcinan en él. Lo que los salva es lo mismo que lo que los abrasa. Hace ya más de una década, la película Shine contaba la historia real del pianista David Helfgott, que para escapar de un padre maltratador se entregó al piano y al escurridizo Rachmaninoff. Escapa. En la huida enloquece. Se convierte en un pianista deslumbrante. Quizá el orden no fuera ese, y enloqueciera después de atrapar el genio. O tal vez sucediera al mismo tiempo.
También Bale arde en su propio fulgor. La primera vez que creímos ver un brote de lo que podríamos llamar mal de Helfgott, fue en el calentamiento del que iba a ser su segundo partido con el Real Madrid. Algo en el muslo izquierdo. Cuando los sanitarios se acercaron y le levantaron el pantalón, quedó al descubierto un extraño bulto. En el club se lo atribuyeron a él con naturalidad: había sido su cabeza, por la presión. De la profusa lista de sus lesiones, aquélla fue la única a la que dieron esa explicación. Con las demás, han esparcido silencio y vagas descripciones de manual de Anatomía. Como esquivando un secreto, bordeándolo con las palabras. O una maldición.
Jugar al fútbol daña a Bale con una intensidad mayor que nadar a Mireia Belmonte, alérgica al cloro, una vida en la piscina. En el caso de Bale el deterioro alcanza también a ámbitos en las afueras de la estricta competición. Las rutinas domésticas de cualquier futbolista estrella a él le resultan devastadoras. Como los hoyos de golf que le impidieron jugar contra el Villarreal. O los coches muy caros: al principio de la temporada hubo quien culpó de alguno de sus problemas musculares a la posición del conductor en un Lamborghini. De los quehaceres de un figura se salvan de momento los chuletones del Txistu.
Bale es un funambulista de sí mismo, que ha emergido aparentemente intacto de bordear una vez más su propia destrucción. Un brote primaveral justo a tiempo para la noche decisiva de la semifinal de la Champions del martes. Si escapa a su hoguera, el genio emerge en ocasiones así. Como en 2014, cuando esquivó a Bartra y regresó casi desde la grada para ganarle la Copa del Rey al Barcelona; el mismo año en que días después cabeceó en Lisboa el 1-2 en la final contra el Atlético. Parece dispuesto, siempre bajo la duda de hasta dónde podrá avanzar sin pulverizarse. Y si entre partido y partido no le convendría fingirse pianista, un tipo que sale a por el pan con partituras de Rachmaninoff bajo el brazo.