Un programa de reconciliación en Colombia basado en el fútbol no es un simple gesto, no es algo simbólico. Durante los años de plomo, los tentáculos del narcotráfico, una de las patas de una guerra dilatada, se abalanzaron sobre la pelota destrozando su columna vertebral. Ahora desde el fútbol se alimenta la esperanza de la tregua y de la tranquilidad.
Juan Pablo Ángel (Medellín, 1975) fue estrella de Atlético Nacional, River Plate (donde formaba una brillante delantera con Aimar, Ortega y Saviola) y Aston Vila. Creció “en una época de enfrentamiento con los narcos o con la guerrilla” y no recuerda “ningún apoyo para la inclusión social”. Desde sus botas y su experiencia se articula una de las iniciativas que lucha por el fin de la violencia.
La iniciativa en cuestión se hace llamar Gol & Paz, está unida a la corporación Reconciliación Colombia, la desarrollan coralmente diez organizaciones (Colombianitos, Fundación Tiempo de Juego, Fútbol con corazón, Fundación Puerto Bahía, Fundación Carvajal -programa Golazo-, Fundación Talentos, Fundación Crecer Jugando, Fundación Sidoc, Contexto Urbano y World Coach) y tiene como objetivo, como describe Ana Arizabaleta, una de sus directoras, “articular el posconflicto, lo que viene después de la firma de un tratado de paz.” La Plaza de Bolívar, en Bogotá, ha sido testigo recientemente de una de sus jornadas de concienciación.
Arizabaleta, directora general de Colombianitos, explica que trabajan “por los chicos y chicas de las comunidades más vulnerables, donde el conflicto fue más crudo: jóvenes que tuvieron familiares víctimas del conflicto, jóvenes desplazados a la ciudad para escapar, y que ahora están solos.” Todo ocurre dentro de una cancha. Allí se convierten en ángeles de la guarda, psicólogos, orientadores y tutores. Juan Pablo Ángel, alejado de los focos pero unido a la gente, lo resumen así: “Trabajamos con población afectada directamente por el conflicto, y población afectada por la ausencia gubernamental, todos ellos dañados por la violencia. Tratamos de generar una herramienta de transformación social, para mostrar valores, trabajo en equipo, compañerismo, aceptación”.
Explicar el conflicto armado colombiano no es nada sencillo. Vidal Martín, experto en Justicia Transicional, Derechos Humanos y Empresa de Sustentia Innovación Social, lleva casi una década estudiándolo a fondo: “Se origina en un contexto de exclusión social y política, así como de distribución desigual de la riqueza (y en concreto de las tierras). Es entonces, a mediados de los 60, cuando surgen las guerrillas y, en especial, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Fruto de su aparición y de su toma de poder en algunos territorios (debido a la ausencia de Estado), aparecen también los paramilitares: grupos privados que las hacían frente (algunos tenían vínculos con autoridades públicas) y que también tomaron poder en algunos territorios. Ya en la primera década de conflicto tomó gran relevancia el manejo de la tierra y de las materias primas de varias economías ilegales, principalmente de la coca”.
Aquí es donde volvemos al fútbol, porque los grandes cárteles de la droga encontraron en él una perversa diversión. Juan Pablo Ángel conoce muy bien hasta dónde llegó la contaminación del deporte más seguido en Colombia. “El fútbol siempre fue una industria, y estuvo involucrado en el conflicto a través de dueños que formaban parte de él, o jugadores o árbitros. Fue parte directa del conflicto”.
Con la columna vertebral rota, y varias heridas de bala, la pelota dejaba rastros de sangre por muchos de los estadios. Uno de los casos más impactantes fue el asesinato del árbitro Álvaro Ortega en 1989. El campeonato de liga se suspendió pero la necedad continuaría todavía unos cuantos años.
“Los avances en los Acuerdos de La Habana (solo entre el Gobierno colombiano y las FARC, de momento) que se han hecho públicos han generado esperanza no sólo de lograr políticamente la paz, sino de que la ilusión de poder vivir en paz es posible (la paz social) –explica Vidal Martín–. Ahora bien, la población es muy consciente de la dificultad existente a la hora de pensar en relacionarse con normalidad con un ex guerrillero o un ex paramilitar.”
Uno puede comprobar, por otra vía, esta y otras dificultades y la profundidad de los cortes cuando se le pregunta a Juan Pablo Ángel por si hay algún otro futbolista (retirado o en activo) trabajando por esta reconciliación. “Yo me involucro en esto a título personal. No sé si alguien más está apoyando”. Es un buen regate, que orienta a una ineludible reflexión.
El esfuerzo requerirá la unión de muchos, sino de todos. Hay futbolistas, como Juan Pablo Ángel, haciendo lo que pueden. El Tino Asprilla y el Pibe Valderrama se han dejado ver en actividades solidarias, y jugadores de menor perfil, como Fabián Vargas, han arrimado el hombro. Otras caras famosas en Colombia apoyando la causa son Carlos Vives y Tostao, de la banda ChocQuibTown. Sin embargo, todavía no es suficiente porque la escalera, como la define Martín, es testaruda: “La Reconciliación es el último peldaño de una escalera empinada. Antes se debe subir el peldaño de la Justicia, y el peldaño del esclarecimiento de la verdad, y el de la memoria colectiva, y el de la puesta en práctica de garantías de no repetición, y el de la renovación de las instituciones públicas”.
Los escalones se van salvando con la energía y la garra de los que ya no están. Se estiman 220.000 muertos (en un periodo de 50 años), además de más de seis millones de desplazados. Hay negociaciones, dudas, acuerdos, rencor, esperanza, observadores internacionales, pero es inevitable también invocar a los que se quedaron por el camino en mitad de la locura que ahora Juan Pablo Ángel ayuda a recomponer. Fueron muchos. El más recordado: “Andrés Escobar, mi compañero de equipo. Fue el punto de quiebre; y seguramente el desencadenante de todo esto que estamos haciendo”.
Y la conversación y la pelota se detienen abruptamente, como se detuvo la vida del 2 de Nacional, el 2 de julio de 1994, tras el Mundial, cuando sólo tenía 27 años. El silencio lo envuelve todo y hay que tragar saliva. Porque debería estar prohibido decir “mi compañero de equipo” con tanta tristeza, y porque nadie es capaz de olvidar el ejemplo más universal de la sinrazón que asoló Colombia durante décadas.