Primer mandamiento: no dejarás que Messi reciba tranquilamente en las inmediaciones del área. Solo tres minutos necesitó Argentina para demostrarle a Estados Unidos que las semifinales de la Copa América son algo sagrado. Un córner sacado en corto, horriblemente defendido, facilitó que Messi le enviara un globo a Lavezzi –que fue el sustituto que eligió el Tata Martino para cubrir la baja del sancionado Gaitán– que a su vez le dibujó una vaselina, de cabeza, a Guzan. Golazo argentino, inmensa ingenuidad estadounidense.
El segundo tanto, y la rotura absoluta de la semifinal, puedo llegar igual de rápido, en el minuto 14. Higuaín robó una pelota en su propio campo, se entendió con Messi, y el capitán se encaró con cuatro defensas a la vez, con un cambio de ritmo insultante. Al final, entre los cuatro le pararon, e Higuaín, que llegaba completamente solo y con una pradera descomunal frente a él, se quedó con cara de pocos amigos.
Pero amigos el Pipita tiene todos los que quiera. Banega, por ejemplo, seguía en su nivel, surtiéndole de balones. También es su amigo Lavezzi, que pasados los veinte minutos, conectó con el máximo goleador de la liga italiana y Argentina volvió a ver nítido el 0-2 pero le sobró un metro a Higuaín. Le cazaron in extremis.
Dempsey, el arma más efectiva de la selección de Estados Unidos en lo que llevamos de torneo –y el alma máter ante las bajas de Wood, Bedoya y Jones–, deambulaba desubicado. En una de estas, la garganta de Mascherano recibió de improvisto su codo en un balón que no era de nadie. Por delante de Dempsey, Chris Wondolowski era una especie de rumor al que nadie había visto o escuchado. Zardes tampoco intervenía; bastante tenía con intentar sumar en el medio del campo para anular la creación argentina.
Segundo mandamiento: no regalarás faltas que puedan a ser lanzadas por Messi. De donde no pasó ya la resistencia del anfitrión fue del minuto 31. En uno de los mejores golpes francos que se le recuerdan, Leo Messi certificó por la cruceta la ventaja de la tranquilidad argentina. Para mayor gloria del barcelonista, el gol no es un gol cualquiera: es el histórico gol con el que supera a Gabriel Omar Batistuta –55 tantos– como máximo goleador de la selección argentina. El lanzamiento, para grabarlo con copia de seguridad, obvió la barrera de lejos, la ignoró por completo rumbo al palo contrario, y sonrió al guardameta según se colaba por la mismísima escuadra con una violencia estruendosa. Estaba lejos de la frontal, lo cual es anecdótico porque de récord a récord a Messi solo le separan milímetros.
La gran favorita del torneo, ya tocando la final con la punta de los dedos, pudo sellar la goleada al filo del descanso. Lavezzi acertó con otra vaselina, esta vez con su bota derecha, pero la jugada estaba anulada por fuera de juego. En agradecimiento al gran baño que estaba ofreciendo Argentina, el guardameta local, Brad Guzan, le placó al estilo NFL, dejando noqueado al Pocho durante el tiempo de descuento. Más de 70.000 espectadores fueron testigos directos.
Para aquel entonces Jürgen Klinsmann ya comprendía la incoherencia de su esperanza. Hizo lo que pudo. Tras volver de los vestuarios, quiso dinamitar todo lo posible de medio del campo hacia adelante. El adolescente del Borussia Dortmund, Christian Pulisic, sustituyó a Wondolowski, y el esquema apostó entonces por Dempsey y Zardes arriba, con el joven extremo de enganche.
Para ser francos, la modificación no sirvió absolutamente para nada. Al igual que en el primer tiempo, la albiceleste rompió el nuevo diseño a las primeras de cambio, con la naturalidad de un cachorro pisoteando un jardín recién plantado. Lavezzi –partidazo del ex del PSG–, ladeado hacia la izquierda, vio llegar a Higuaín, que entraba desatado desde el punto de penalti. El Pipita, en dos tiempos, acabó con el partido y alargó ese romance que mantiene con el gol prácticamente desde que nació.
El mes de junio, y también mayo y abril, pasaron factura a Argentina a medida que fue avanzando el segundo periodo: cayeron lesionados, sucesivamente, Augusto Fernández, Marcos Rojo –pudo continuar pero al final fue sustituido– y Ezequiel Lavezzi. Augusto y el Pocho –esta vez le noqueó una valla publicitaria– peligran para la final.
La selección argentina, con el freno de mano echado, continuó jugando y llegando al ritmo de Banega, que se está marcando una Copa América de líder. Estados Unidos seguía sin dar señales de vida ni de sangre ni de saber estar, y, como era de esperar, llegó el cuarto. Fue un regalo de Messi a Higuaín –otro doblete– tras fallo en la salida de balón de la zaga estadounidense, generosa, bondadosa y hospitalaria. Pudo llegar también el quinto, y seguramente también el sexto pero, por suerte para el anfitrión, el cronómetro llegó al 90.
La Argentina de Messi ya espera en una nueva final –la perdió en Maracanã en 2014, la perdió en el Estadio Nacional de Santiago de Chile en 2015–. Su regularidad les acerca al objetivo de romper la martirizante sequía albiceleste. El último obstáculo será Colombia –que también llega con mucha sed– o puede que sea Chile –que trae el hambre de serie–.