Cuando las agencias antidopaje de todos los países comenzaron a controlar de forma frecuente a los futbolistas, tal y como hacen en otros deportes, su respuesta fue protestar en las redes sociales y en sus declaraciones. Enseguida, los clubs y los medios reaccionaron apoyando su sistema deportivo-productivo al afirmar que en el fútbol no existe el dopaje. Ante la cantidad de evidencias en contrario, el resto de los deportes no pudieron sino esbozar una sonrisa complaciente: que nada empañe el balompié para que la rueda del dinero siga girando.
Claro que el fútbol no es un deporte en el que este tipo de prácticas prohibidas esté a la orden del día, pero de ahí a negar su realidad media un abismo. De forma descarada, la misma reacción ha vuelto a repetirse la semana pasada tras la bochornosa pelea en la grada entre los padres de dos equipos mallorquines. Incluso alguna de las firmas más coherentes y de las cabezas más brillantes del fútbol han echado balones fuera para exculparlo ante las numerosas críticas que sufrió tras los hechos lamentables.
Por un lado, los defensores han recurrido a las virtudes del balompié como deporte y como vínculo de integración. De otro, han vertido la culpa sobre la sociedad y la repercusión social del propio fútbol. Sin embargo, los argumentos suenan vacíos y desgastados. Parecen tener ocultos en su memoria que apenas hace dos meses que sucedió una sangrante pelea en Gran Canaria durante un partido de juveniles entre la UD Telde y la UD Guía; o la suspensión del Atlétic de Masnou y el Lloretenc porque un equipo de veteranos del lugar se creyó con más derecho a utilizar el campo municipal que un grupo de chicas y optaron por expulsarlas a la fuerza.
Los motivos de la reiteración de acontecimientos violentos en la grada o en el césped futbolísticos no parecen muy difíciles de detectar. En primer lugar, el comportamiento de los protagonistas de la primera fila se aleja, en muchas ocasiones, de los principios éticos que rigen la inmensa mayoría de los deportes y, que, sin duda, deberían imperar en el que más repercusión tiene. Los jugadores continuamente protestan, insultan y tratan de engañar al árbitro, cuando no suceden cosas peores. Pero resulta que los autores terminan los partidos tranquilamente en la mayoría de los casos, sin que el sistema censure y sancione estas actitudes como se merecen, tanto desde el punto de vista deportivo y económico como de reputación.
Todavía más, algunas de estas conductas son señaladas como “normales” por los medios y premiadas por los entrenadores de base, que favorecen la búsqueda de la falta inexistente: el fútbol es de listos. Por su parte, los clubs protegen, ¡y de qué manera!, a sus estrellas, quitando hierro a sus decisiones en lugar de aplicar la sensibilidad social. Mientras todo esto sucede, las Federaciones y las Ligas contemplan los atentados a la integridad del fútbol sin ánimo de cortarlos de raíz. Por más que se empeñen algunos, el reglamento necesita modernizarse y no digamos la escala de sanciones.
Por si todo esto fuera poco, tampoco está mal visto que las aficiones insulten de forma repetida. Es más, los clubs siguen apoyando a estos grupos que utilizan la violencia. La verbal también lo es. Y, por último, a los medios tampoco parece importarles demasiado todo esto, salvo cuando, como en esta ocasión por la fuerza de la respuesta social, el fútbol sale maltrecho. Entonces, alzan la voz para defenderlo.
En resumen, una actitud superficial de todos los responsables-quiero creer que no sea cínica-, que está obstruyendo la solución del problema. El primer paso es reconocer los errores, porque lo que el resto del mundo ve en los campos de Primera es lo que replican de forma automática en sus categorías, en las que no existe el mismo control y seguridad. Y lo que es peor aún, el modelo que ofrecen a los niños que comienzan a jugar es deplorable.
Nuestra selección nos ha dejado grandes triunfos y héroes admirables: Del Bosque, Xavi, Iniesta, Casillas, etc. Soy un enamorado del fútbol, pero del juego, uno de los más bellos que existen. Es una de las expresiones más emocionantes de la sociedad moderna que integra desheredados y aúna pueblos y naciones. Pero, como toda fuerza irrefrenable, también puede destrozar. Bien harían los dirigentes en ponerse manos a la obra, porque los ejemplos comienzan a ser tan numerosos como dañinos.