Este mundo es un asco, sí, pero esa putridez es su aliciente. Al menos hay algo de lo que hablar. El Madrid, por su parte, es un club y un equipo tradicionalmente extraordinario (el mejor si uno mira el palmarés) que tiene meras imperfecciones. Se distingue en eso del mundo, si bien basta con poner el acento -exclusivo e hiperbólico- sobre esas imperfecciones para convertir al Madrid en un asco tan pestilente como el propio planeta, a fin de que podamos también hablar del Madrid.
Para que podamos seguir hablando de él, el Madrid tiene que ser siempre un desastre, y basta para que lo sea con exagerar sin límite sus errores y defectos. Es este un afán para cuya ejecución es necesaria la presencia de esos errores y defectos. Obvio: para exagerar algo, es condición previa que ese algo exista. El problema con el Madrid actual es que ya no da ni para exagerar porque empieza a no existir base alguna para el criticismo. La perfección es un coñazo, y Zinedine Zidane está comenzando a deslizarnos a todos por la pendiente aletargante de las cosas sin mácula.
Zidane va a hacer el mundo aburrido porque está construyendo un Madrid pluscuamperfecto sobre la base de una falta de dogmatismo y una naturalidad que en un entrenador es pecado mortal. El no contar con un discurso ampuloso, teñido de pactos de lealtad a ideas de juego inamovibles, es para el entrenador la antesala del aburrimiento supremo de la victoria habitual.
Por eso el Atleti, por ejemplo, es tan divertido, y probablemente siempre lo sea. Su discurso está lleno de implicaciones sociológicas, políticas, filosóficas y hasta religiosas por aquello de que los últimos serán los primeros. Y lo más entretenido de todo: pierden, pierden un huevo y se solazan en su propia incapacidad de ganar mientras el Madrid se encamina inexorablemente a una sublimación de su propio mensaje que es la falta de mensaje, o el que no haya más mensaje que la victoria.
Zidane está acelerando todo para conducir a la afición vikinga al encefalograma plano de la victoria por sistema, y todo será como una lobotomía en la cual las huestes blancas irán a Cibeles -ya se aprestan a ello- con cascos llenos de cables sobre las cabezas, emitiendo un sonido bilabial nasal continuo en lugar del “Cómo no te voy a querer”. Pero no solo el madridismo se convertirá en algo robótico y monótono, sino que el planeta entero lo será por extensión. Lo único que seguirá siendo apasionante es el juego del equipo. Lástima que las mentes, alienadas por tanta perfección, dejen pronto de estar preparadas para apreciarlo.
Zidane va a hacer el mundo aburrido porque está construyendo un Madrid pluscuamperfecto sobre la base de una falta de dogmatismo y una naturalidad que en un entrenador es pecado mortal
El juego, aunque ya no lo notaremos, será por siempre espectacular e inefable. No será el tikitaka ni el contragolpe, sino que será tesis contra antítesis sin que se produzca jamás el compromiso de la síntesis entre ambas, una armoniosa falta de compromiso.
Isco seguirá siendo siempre el nuevo ídolo con sus guedejas perfectamente despeinadas y la barba artúrica mientras Cristiano desencaja Excalibur de la roca tantas veces que no lograremos soportar el tedio. Iremos a Cibeles porque hay que ir, de manera automática y acrítica, que es como se hacen las cosas en los relatos futuristas, pero un puñado de rebeldes hará pervivir la llama furtiva de la emoción transmitiendo en el interior de cuevas montañosas historias de Mahamadou Diarra y Ramón Calderón. Uno de esos guerreros de la resistencia, harapiento y febril, arrimará a la hoguera de la emoción auténtica un trozo de papel. Una reliquia: el artículo de Iñako Díaz Guerra con el que un día amagó con admitir que quizás se hubiese equivocado y Zidane fuera en el fondo un entrenador cojonudo.
“A partir de esto, hijos, todo comenzó a cambiar”, explicará a los más jóvenes el transmisor de historias. “Fue una torpe tentativa de admisión de torpeza, valga la redundancia, pero a los pocos días apareció Julio Pulido desnudo en lo alto de un poyete clamando a los cuatro vientos que tal vez el legado de Zidane al fútbol consistiese en algo más que su sonrisa en ruedas de prensa. El efecto contagio fue tan feroz que en cuestión de días se completó el proceso de uniformidad total, de aburrimiento completo. Ya no cabía la disensión, ya no cabían las diferencias, ya no cabían los matices porque aquel francés había inventado el fútbol como completitud objetiva, como bloque ideológico sin ideas, como pestiño entretenidísimo sin resquicios para la polémica. Su equipo jugaba apabullantemente bien sin jugar como con anterioridad se había pontificado que debía hacerse: nada de fidelidad a unos postulados innegociables, nada de titulares y suplentes, nada de lo conocido. Todo era tan innovador en su monstruosa falta de pretensiones que todo el mundo se puso de acuerdo en la excelencia de ese todo, y dejaron de existir El Chiringuito, el odio y las fronteras. A todo ello, junto a las señales de la conversión de Pulido y Díaz Guerra se sumaron en las semanas, meses y años subsiguientes la conquista de infinidad de títulos que aquel equipo se adjudicaba como sin darse importancia y a grupa de Marcelo, que jugó eternamente aunque nadie, ni él, se percatase de lo inusual del dato. Las cosas tomaron el trágico cariz de homogeneidad que bien conocéis. Gracias a Dios aún hoy, hijos, aunque confinados a estas grutas ignotas, existimos nosotros. Hoy os voy a contar el fichaje de Rambo Petkovic”.
Podréis pensar que he llevado esto un poco lejos. Podréis pensar que soy un alarmista. Muy bien. Pensadlo. Pero estos ojos, como los del viejo que he imaginado en su gruta, han visto muchas cosas.
Y ninguna se parece a esto.