Zidane se parece a Dios, pero ahora en otras cosas. No es que haya dejado de parecerse en lo que se parecía, sino que ha agregado otras facetas a la similitud. Ahora Zidane se parece a Dios por lo de siempre y también porque no hay quien le entienda. El madridista frunce ya los labios en medio de su letanía -como diciendo “¿pero y esto?”- antes de recordarse que los designios divinos son inescrutables y apelar a su propia humildad para que ésta le conduzca a la resignación.
Ya decía Unamuno que la resignación acerca al hombre a Dios (y a Zidane, esto ya lo digo yo) por cuanto le hace omnipotente como Él. “Quien quiere lo que sucede consigue que suceda lo que quiere”. Yo soy de un madridismo que quiere tanto a Zizou que casi está tentado de aceptar todo esto, de quererlo, para poder optar a este cielo que de tan escasa plenitud empieza a parecerse al nirvana. Tendría sentido porque todo eso de la humildad, de la negación del propio ser, es más oriental que otra cosa, y no sentir ni padecer con un gol triunfal del Espanyol en tiempo de descuento cuando ya soñabas con dejar de contar de cinco en cinco los puntos de desventaja con el Barça es ambición de quien básicamente aspira a dejar de ambicionar. Hay que joderse con el misticismo.
Los míos y yo queremos tanto a Zizou como querían a Glenda Jackson los protagonistas de aquel cuento de Cortázar, aunque también queremos entenderle, no tanto como le queremos a él, aunque hay momentos que por ahí nos andamos. El ídolo (cinematográfico o futbolero) se hace deidad real como Dios manda, y por eso Zidane escribe derecho con renglones torcidos y a la tercera Champions consecutiva resucitó. Aunque quiero ser budista, supongo que para aniquilar del todo las pasiones, me sale como veis la vena cristiano-ronaldiana y me doy cuenta de que una parte de mí aún ansía ganar. Cristiano-ronaldiano y judeo-cristiano a tope y por eso intentando entender pero fracasando.
Y quién soy yo para entender. Se me aparece Zizou en forma de niño en la playa, y cuando saco a relucir mi displicencia recordándole que el mar no cabe en el diminuto agujero que ha practicado en la arena me responde él: “Entonces, si asumes que no hay sitio para la inmensidad del océano en mi hoyito , ¿cómo pretendes comprender que no jugara Theo después de descerrajar su único buen partido de la temporada ante el Alavés? ¿No ves que la omnisciencia del Señor te supera de igual forma?
¿Cómo ambicionas entender que tras jugar Bale su mejor partido en siglos como interior izquierda sea descubierto de pronto como delantero cazagoles, como una suerte de Giroud de la vida que cuando se da cuenta de que el equipo le necesita centrando resulta que ya no está él para rematar sus propios centros, precisamente porque ha mudado su posición? ¿Cómo desafías la sabiduría de tu propia experiencia (dos Champions seguidas, recuerda) para poner incluso en duda, hombre de poca fe, la política de reservar a Cristiano para ocasiones más grandilocuentes (dos Champions tras las que nunca quisiste entender, demasiado ocupado en abrirte el pecho en dicha como estabas)? ¿Cómo pretendes saber por qué no sale Ceballos hasta el minuto no sé cuántos, cuando yo ya me disculpé con el chico?”.
“Ama y haz lo que quieras”, decía San Agustín, y yo amo mucho a Zizou. Como además de amarle (mucho) puedo según el santo de Tagaste hacer lo que quiera, lo que voy a querer es no querer entender. Lo que quiero, pues, es no querer, otra vez el nirvana, la muerte del deseo. Lo que quiero es renunciar a mi razón ejerciendo de San Manuel Bueno Mártir. No es que finja creer, sino que creo a punta de fingir que lo hago. Omnipotencia vía resignación y fe vía impostura de fe. Mis dudas actuales, mis momentos de flaqueza, mi endeblez ante el oleaje, nada cuentan si no doy acuse de recibo. Zizou, remiso como es a tomar notas de mis miserias, me tomará de su mano hasta llegar a la ciudad de la ortodoxia y las cúpulas, donde deslumbrado por su sonrisa no sabré si la que ya alzo en mis brazos es la nueva o la de siempre, o si vale siquiera la pena tratar de distinguirlas.